PERSISTENCIA

El tormento de Borges

Margarita Carrera

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Aunque Jorge Luis Borges se declaró partidario del “realismo” filosófico a la manera platónica, en constante añoranza por los “arquetipos” eternos, la duda le conduce a la angustia, al vacío existencial.

Y es que Borges piensa por sí mismo; a él nadie le piensa. Luego, se salva del rebaño, pero cae en la incertidumbre, en el tormento de la existencia o no existencia de un “más allá”. No es de extrañar que, sobre este terreno metafísico, halle un perenne pronunciamiento por la negación de una vida después de la muerte. “hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/menos que la liviana melodía”. O bien esta dramática afirmación: “el hoy fugaz es tenue y eterno; /otro cielo no esperes ni otro infierno”.

El “eterno retorno” también le invade como inquietante posibilidad. En su Historia de la eternidad (inciso “La doctrina de los ciclos, II”), transcribe, con inusitado terror, las palabras que Nietzsche pronunciara hacia el otoño de 1883: “Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de Luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez en el largo camino, en ese largo y tembloroso camino, no recurriremos eternamente? Así hablaba yo, y siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis pensamientos y mis traspensamientos (…)”. (He de hacer notar cómo acá Nietzsche hablaba ya, como precursor de Freud, de “traspensamientos”, equivalente a un mundo inconsciente).

Bajo la luz Nietzscheana, Borges escribe el poema La noche cíclica, en el cual retoma la temática del “eterno retorno” con apremiante certeza: “no sé si volveremos en un ciclo segundo/como vuelven las cifras de una fracción periódica; / pero sé que una oscura rotación pitagórica/ noche a noche me deja en un lugar del mundo”.

En El reloj de arena afirma: “la arena de los ciclos es la misma/ e infinita es la historia de la arena”. Siendo “arena” metáfora de tiempo infinito.

No es un secreto que Borges hizo del ascetismo una no exagerada pero sí persistente virtud. Alejado de las mujeres, a la que más amó, fue (él mismo lo confiesa) a su madre. De sus dos matrimonios, el primero fue un fracaso y el segundo, un acto de gratitud a la joven japonesa que lo cuidó y ayudo a vivir y a escribir en la última etapa de su radiante carrera literaria.

Pero lo más doloroso, para Borges, fue no haber tenido descendencia. El deseo de ser padre se cumple en su cuento Las ruinas circulares, en donde, como un dios, extrae, de un sueño, un hombre, producto suyo.

El pánico, el vértigo se produce cuando, una vez concebido el ansiado hijo, se da cuenta de que este no es real y que el mismo no es sino producto de otro sueño que otro dios ha soñado. Esto es, en el final del cuento surge el terror. Después de tantos empeños y trabajos realizados en las ruinas circulares, lo que logra engendrar no es un hijo de verdad, sino un “fantasma”. En medio del dolor intenso, está presente el “eterno retorno”, proyectándose hacia lo infinito, pero infinito no real, sino fantasmal, “No ser hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación, qué vértigo!”.

Borges el filósofo, no llamará la atención de los filósofos académicos que separan la filosofía de la poesía.

Sin embargo, si su pensamiento filosófico sobrevive, es porque está dicho en poesía, en estética deslumbrante, con metáforas inauditas.

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