PERSISTENCIA

Fatua seriedad

Margarita Carrera

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Se trata de ser solemne, riguroso, para ocultar desconsoladores sentimientos de inseguridad, de malestar, de angustia. Nada más adecuado, entonces, que tomar una pose aparentemente estoica, una indiferencia que raya en la pedantería.

La espontánea risa, la ruidosa carcajada, se va oyendo cada vez menos en una sociedad en donde todo el mundo trata de forjarse una imagen “decorosa”, de acuerdo con los postulados de una educación mezquina, de unos prejuicios que devoran implacables los más nobles sentimientos humanos.

Cuando vamos por la calle y oímos, de pronto, una sonora carcajada, no dejamos de volver a ver con asombro al ser que la emitió. Y pensamos con deleite, ¡todavía existe uno que otro ser humano en el universo que sabe reír! Esto nos consuela bastante: no se ha perdido del todo la humanidad.

La carcajada, así casi rotunda, es siempre grandiosa. Tiene una majestuosidad incomparable. El que tiene la capacidad de sentirla y expresarla es alguien muy especial, alguien que aún conserva los lejanos y primigenios rasgos de lo auténticamente humano. Ese alguien, sabe, además, bailar.

Aunque sólo desde adentro. Sus emociones le bailan y sus alegrías y su vida entera. Sabe, así, reír y bailar, sabe ser maravilloso y expectablemente humano. También sabrá llorar de manera desbordante y catártica.

Nietzsche, a quien siempre nos lo figuramos trágicamente serio bajo su penetrante mirada y enormes mostachos, predica el baile y la carcajada. Al hablarnos del superhombre nos está hablando del hombre auténtico, de aquel que no se deja dominar por una educación pedestre, del rebelde que se cuestiona y cuestiona, que no se conforma, que se lanza valientemente a ser él mismo, a costa de la infamante masa humana agobiada por el peso de una civilización en decadencia.

Gracias a su incapacidad de adaptación —que implica salud más que enfermedad—, hay ciertos seres que salvan la especie humana conservando sus atributos más preciosos: saber amar, saber reír a carcajadas, saber llorar, saber bailar, saber ir por el mundo diciendo lo que se siente, sin tapujos ni estudiadas poses robotizadas.

A menudo, cuando estamos en reuniones de índole diversa, nos sentimos como si nos halláramos en asfixiantes cárceles. Vemos a las personas que nos rodean actuar como autómatas, rebuscando palabras, frases, sonrisas forzadas. Y al hablar con ellas u oírlas hablar nos damos cuenta de que solo estamos emitiendo sonidos, palabras que al estar vacías de emoción han quedado también vacías de conceptos. La incomunicación es total. Nadie dice nada, sabe nada, siente nada. El lema para estas multitudes enajenadas es impactar en una u otra forma al prójimo, al que está enfrente, el cual sigue idéntico procedimiento convencional y equívoco, que le forja una imagen aceptable y cotizable, de acuerdo con el mercado de la compra y venta de personas.

Y tenemos la falsa idea de que los hombres célebres fueron serios, solemnes, incapaces de gozar la vida a borbotones.

Hesse, que como todo artista está más cerca de lo que es el hombre en verdad, se aproxima, en uno de sus sueños de El lobo estepario a la grandiosa figura de Goethe, a quien desmitifica, volviéndolo nada más y nada menos que un ser humano que no se toma tan en serio a sí mismo y sabe hacer bromas, carcajearse, bailar y disparatar.

Porque los escritores, como todos los artistas, son fundamentalmente humanos, inequívocamente hechos de carne y hueso deleznables. Seres que tiemblan, gritan, se carcajean, lloran, bailan, aman, sufren, gozan, se entregan a la vida en forma tan espontánea y verídica como se entregan a su obra.

El valor del arte es que nos acerca a nosotros mismos, a nuestra humanidad escondida, y nos la resucita, nos la saca de las casillas denigrantes en donde una sociedad hipócrita y temerosa nos la ha colocado.

margaritacarrera1@gmail.com

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