DE MIS NOTAS
Hablar o no hablar, he ahí el dilema
Uno de los desafíos más grandes que enfrentan los presidentes —recién electos o los juramentados— es que todo lo que dicen queda registrado para siempre, sean geniales intervenciones o burradas de primera marca. Por esa razón, los encargados de la comunicación insisten en que cada palabra de sus mandatarios sea expresada con meditada prudencia. Las declaraciones espontáneas abren flancos de vulnerabilidad de alto costo político. Un comentario aparentemente espontáneo e inocente se convierte en torrentes de potenciales críticas. Como la vez que el presidente Zarkozy le dijo en voz baja al presidente Obama, durante una conferencia del G20, que “yo no soporto a Netanyahu, es un mentiroso…”, a lo cual Obama respondió: “y yo que tengo que lidiar con él todos los días…”. El comentario fue escuchado por todo el auditorio, pues ambos tenían los micrófonos abiertos.
O la vez que el primer ministro italiano, Berlusconi, le dijera en forma muy espontánea al presidente Obama al saludarlo, “que se miraba bronceado…”.
Los deslices verbales de las familias reales, aunque menos comunes por su experiencia, no son una excepción. Durante una visita a Australia, el Duque de Edimburgo le pregunto a dos aborígenes en forma muy candorosa que “si todavía se tiraban flechas entre si”. “Excelencia, eso ya no lo hacemos”, respondieron.
En Latinoamérica, los deslices o pifias orales de los mandatarios también se dan con frecuencia. Como la vez que la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, cometió el imperdonable error de decir que “la diabetes era una enfermedad para los ricos”.
O cuando el entonces presidente Fox, de México dijo: Los mexicanos están haciendo trabajos que ni siquiera los negros quieren hacer”, en alusión al rol de sus connacionales en Estados Unidos. No fue la única burrada. En una ocasión exclamo que “el 75 por ciento de los hogares de México tienen una lavadora, y no de dos patas o de dos piernas, sino una lavadora metálica…”.
Las deslices de Hugo Chávez y Maduro son épicos. Durante una declaración por televisión, Maduro aludió a Jesús y a “la multiplicación de los “penes”, perdón” —se corrigió al ver las risas entre el público—, “ la multiplicación de los peces y los panes”. Hasta el día de hoy no se olvida la vez que aseguró que “en la casa natal de Hugo Chávez sentí que se me apareció en forma de pajarito chiquitico, y me bendijo…”.
Sirva el preámbulo para ilustrar la importancia de evitar el desgaste público, siendo todo personaje público doblemente cuidadoso y prudente.
Pero ante todo, el presidente electo Jimmy Morales debe entender que entre menos declaraciones brinde a la prensa, menos posibilidades de cometer errores y el peligro de malas interpretaciones. El presidente debe ser el último en dar una declaración. Deben existir, cuando menos, dos círculos de expertos que manejan la relación con la prensa, y deben ser los expertos en cada tema los que respondan las preguntas, si las hubiere.
El problema es que todavía el nuevo mandatario no ha dado a conocer su gabinete. Esta falta de certeza de quien es el ministro de una cartera crea un vacío que tiene que llenarse en la voz del propio mandatario, lo cual genera desgaste.
Se puede evitar buena parte de las preguntas emitiendo comunicados de prensa, adelantando temas que se esperan saldrán a la luz. El problema es que el nuevo mandatario está actuando desde el principio, sea por presión pública, o por la coyuntura que estamos viviendo, como el presidente de facto. Cuando en realidad no es sino hasta hace algunos días que el Tribunal Supremo Electoral le comunicó oficialmente el título de “presidente electo”.
El presidente Jimmy Morales debe evitar las presentaciones personales, limitando las mismas a las estrictamente y necesarias; de lo contrario andará del tingo al tango, en visitas de cortesía y apariciones públicas inocuas.
Las prioridades son muchas, el horizonte está lleno de desafíos y este no es el momento de seguir en campaña.
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