SIN FRONTERAS
La batalla que se ha de pelear
La lluvia cayó fría ayer sobre el Mall, el paseo más famoso de las ciudades en Estados Unidos. El lugar es un estandarte. Tres millas que, de este a oeste, unen los poderes del Estado en el corazón de una ciudad diseñada para ser emblema de la república. ¡Qué país de contradicciones! ¿No? Esa capital, una ciudad hecha monumento a las ideas de la república, un legado del ilustrado siglo XVIII. Las ideas nacieron en Europa; Rousseau y Montesquieu. Pero los libres pensadores estadounidenses las pusieron en acción: pueblo y gobierno en perfecto equilibrio, y la hicieron monumento al Estado. Ayer, sin embargo, esa lluvia cayó fría en la investidura del presidente Donald J. Trump. El discurso inaugural derrumbó la esperanza de una línea presidencial más moderada que aquellos agresivos mensajes contra todo lo que no representa el interés del “wasp”, término que identifica a un hombre blanco enojado por su rezago social. A él le obsequió Trump su mensaje contundente: “A partir de este día las cosas serán “primero EE. UU., primero EE. UU.”, un mensaje que trasciende el nacionalismo y gravita al nativismo, al separarse de sectores distintos al blanco dominante. Vaya presagio del futuro, cuando la única mención a la gente “negra o café” —como él dijo— fue incluida en el contexto de los enviados a las milicias, aquellos que sirven como carne de cañón.
Sepultada está la esperanza de hace ocho años por grupos minoritarios de esa nación, que vivieron la ilusión inspirada por el presidente Obama. Y entre esos grupos, los hispanos expatriados y las “familias de maíz”, que habitan y laboran en la base de esa economía. Sus proyectos de vida demandan pilares sólidos para trabajar, descansar, divertirse y progresar. Para construir su proyecto de felicidad, al que todo humano tiene derecho según esa construcción ideal.
Esta semana hice un sondeo telefónico en puntos cardinales separados con migrantes guatemaltecos. Llamé a gente que vive en ciudades que no son consideradas santuario. Miedo. No importa en qué esquina del país me respondiera el paisano. La respuesta fue: “La gente tiene miedo, no saben qué les va a pasar”. Andrés, por ejemplo, envía paquetes desde Florida. Me advirtió de cómo muchos ahora están enviando sus pertenencias a Guatemala. No hay nada, según él, que les dé tranquilidad. “Los niños están cayendo en los grados”, me dijo Prudencio desde afuera de Seattle. “Tienen miedo de que los arranquen de los brazos del papá”.
En este momento de incertidumbre pareciera como estar en medio de un océano con fragata destruida. Quienes esperaban un momento de inclusión, tendrán que esperar que la “América blanca” se sienta grande nuevamente. Y nosotros, aquí, en el trópico desordenado e improvisado, hacemos desde ya atrevidas conjeturas, olvidando que desde EE. UU. las políticas instaladas han sido planificadas y tienen propósitos específicos que no han de cesar. Quienes han esperado que el interés puesto sobre nuestro territorio nacional termine con la llegada de Trump, los invito a ver que ahora, como encargado de la seguridad interna, estará John Kelly, comandante del Comando Sur bajo la presidencia de Obama, y parte integral del equipo que cree que para detener la emigración irregular desde Guatemala se han de tomar las acciones necesarias para que esta deje de ser un Estado fallido. Y más vale que nosotros, quienes debemos buscar un mejor futuro para nuestra nación atendamos el llamado a ordenarnos, a reconciliarnos, y a evitar que ese desorden continúe enviando a familias que ahora —más que nunca— quedarán atrapadas a las puertas de una frontera donde no son bienvenidas.
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