LA ERA DEL FAUNO
La muerte
Mi primo Juan Jacobo tiene una lápida en su clínica. No es un anuncio a la entrada, sino una pieza recostada por ahí. Es la que será colocada en su tumba. En ella está escrita la fecha de su nacimiento y tiene un espacio en blanco para que sea anotada la de su muerte. Está convencido de una verdad que suele ser evadida: Va a morir, algún día; no sabe cuándo; no está enfermo, simplemente, sabe que va a morir como todo mundo.
Hace poco tuve unas dolencias que me hicieron ir al médico. Me mandó a hacerme una tomografía. Los resultados salieron bien, estoy sano. No como un potro, ni “saludable como un adolescente sueco en plena pubertad” —dijera un escritor—, pero bastante bien.
Antes de ir a los laboratorios, sin embargo, desde que el médico me hizo estas preguntas: “¿Cuántos años fumó? ¿Cuántos cigarros diarios?”, sentí angustia. Por mi cabeza circularon pensamientos tales como qué haría si tuviera un tumor en la garganta o una enfermedad terminal. Qué sucedería si aquellos exámenes me anunciaran que la vida me pasa la más cara de las facturas y que se aproxima el día de mi muerte. O qué sucedería si tuviera que vivir con un tubo en la garganta, con dolor, o si me convirtiera en una carga para mi familia. Qué haría. Cualquiera de ustedes podrá burlarse de mi dramatismo, o dirá que soy hipocondríaco, lo entiendo, acaso no es para tanto, pero así reaccioné, con pesimismo.
En ese par de días, desde la prescripción hasta antes de los resultados, repasé los más recientes años de mi vida. Es terrible advertir que vivo apegado a demasiadas cosas inservibles, incluido un carro descompuesto.
Luego de que el médico me preguntara lo del cigarro, pensé cuánto daño me habría ocasionado en la laringe o los pulmones. Recordé que él mismo, Carlos Mejía, mi médico, me recomendó hace años la lectura de un libro para dejar de fumar. Fue una tarde que llegué a su clínica y le dije que quería dejarlo. Como buen haragán, esperaba que me prescribiera algún tratamiento con parches, no sé, algo fácil. En el fondo, no deseaba dejarlo. Me agradaba tanto eso de hacer el golpe, mirar al techo y lanzar el humo; dar los últimos toques con el cigarrillo entre el dedo medio y el pulgar, como los gánster. Pero quería dejarlo porque empecé a sentirme fatigado al hacer ejercicios, además de apestado en los lugares públicos. Él me dijo que leyera ese libro y que si no me funcionaba buscaríamos otra solución. Su título: Es fácil dejar de fumar, si sabes cómo, de Allen Carr. Funcionó. Hace años dejé el cigarro. Y en el momento de mi drama reciente, recordé —para mi mayor preocupación— que el autor del libro murió de cáncer en el pulmón a los 71 años, cuando ya tenía más de 20 de no fumar, tras haber ayudado a millones de personas. No hay garantías. La muerte cae y entra donde quiere.
Todo me hizo reflexionar que me iré de esta vida sin haber aprendido a vivir y tampoco aprenderé a morir. Cuando me enteré de que no pasa nada, que estoy sano, recordé que parte del viaje es mirar con mayor frecuencia la claridad sobre la montaña y desprenderse uno de lo inútil; cosas que no he hecho, para nada, desde que recibí la buena noticia.
@juanlemus9