EL QUINTO PATIO
La pura verdad
El denominador común del discurso político es la falsía. Así piensan quienes desean conquistar un espacio y creen imposible hacerlo sin mentir, porque según ellos nadie le dará un voto a quien destroce sus aspiraciones. Por eso: “en mi gobierno se dará prioridad a las necesidades del pueblo”, “cuando me elijan presidente las cosas van a cambiar en este país”, “no duden de mi palabra porque estoy aquí para cumplirla”.
La falsía viene en todos los colores y formas. Es la hipocresía elevada a la categoría de estrategia y resulta imposible evadir su imposición en todos los niveles de la cosa pública. Cuando algún político osa romper el paradigma y hablar con la verdad seca y directa, su fama recorre el mundo como un caso patológico y se convierte en un ejemplo de lo inimitable, de lo absurdo, de aquello a lo cual ningún político razonablemente sensato se acercaría jamás. Es el estigma del fracaso. En el continente solo hay un ejemplo y es el extravagante Pepe Mujica, quien salió triunfante de su aventura.
Cuando un candidato promete hablar con la verdad es porque está acostumbrado a mentir. Es un axioma. En la presente campaña se ha escuchado a varios políticos hacer esa ridícula promesa, la cual solo confirma lo anterior. Decir la verdad no debería ser un acto excepcional, cuando se pretende alcanzar una posición de enorme responsabilidad y compromiso legal. Debería ser la única manera de actuar.
El peligro está en cómo la ciudadanía se habitúa a la falsedad de sus líderes y les acepta el engaño como parte inherente de su personalidad y de su actividad pública. Al día siguiente de su elección se les ve transformarse, de la noche a la mañana, en todo aquello que prometieron no ser. Se les avalan sus actos aun cuando amenazan la estabilidad de la nación y atentan contra la vida de sus habitantes. Se les perdonan sus delitos como si estos formaran parte del ejercicio político y se mira hacia otro lado cuando violan las leyes.
Esa permisividad es generalizada; otros países también la cuentan entre sus maneras de convivir con los ámbitos de poder, aun cuando algunos poseen mecanismos mucho más sofisticados que Guatemala para ejercer controles y fiscalización por parte de la ciudadanía. Pero hay algo de fascinante en este juego, que impulsa a las personas a someterse voluntariamente al influjo de la falsedad. Quizá es porque de alguna manera misteriosa esperan que esas mentiras —obvias y descaradas, la mayoría de ellas— se conviertan en realidad.
Habría necesidad de una terapia colectiva para recuperar el sentido común y analizar la oscura razón de tanto sometimiento. Porque la falsía —esa hipocresía, deslealtad y doblez de las castas políticas— no es aceptable cuando pone en riesgo a millones de seres humanos dependientes de una administración justa, transparente y eficaz. La verdad no es una concesión graciosa de un humano extravagante, es la obligación absoluta de quienes aspiran a dirigir los destinos de una nación. Es, por lo tanto, obligación de los ciudadanos conscientes detectar y rechazar a los mentirosos, ya que no hacerlo equivale a entregar el poder a quienes, indefectiblemente, los van a traicionar.
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