ALEPH
Las niñas (y los niños)
Si lográramos ponerle freno al machismo que tantos y tantas llevamos dentro (hay grados, obviamente), las niñas serán para sí mismas y para el mundo que habitan las mujeres de una humanidad distinta. Pero todavía hoy, en varios lugares de Guatemala se celebra el nacimiento de un “varoncito” con caldo de gallina y un buen trago, mientras que el de la “hembrita” supone solo un atole para la madre. Todavía hoy, en ciertas partes de nuestro país, la comadrona entierra la placenta en sitios distintos, según el sexo del bebé que ayudó a traer a la vida. Si nace niño, ella entierra la placenta en el huerto o debajo del árbol más frondoso de la casa; si nace niña se entierra cerca del fuego, donde se hace la comida.
Es más, generalmente la comadrona cobra más caro si el nuevo miembro de la familia es de sexo masculino; incluso ella considera que si nace mujer, vale menos. Todavía hoy, muchos ven normal que las “hembritas” sean formadas para ser sonrientes, calladas y tranquilas, y los “machitos” para ser traviesos, deportistas, alegres y gritones. Ellas pueden resolver las cosas llorando, ellos jamás. Ellas tienen que servir la comida de los hombres de su casa y lavarles la ropa, ellos jamás. Todavía hoy, en varios sitios de Guatemala, se normaliza que los cuerpos de las niñas sean propiedad de todos, menos de ellas. Sus cuerpos son territorios donde otros ejercen distintas violencias. Y aunque no siempre el campo es distinto de la ciudad, en Guatemala una gran mayoría de niñas del área rural aún es criada bajo la sombrilla de la mansedumbre y la sumisión más aberrante y absoluta.
No sé si creerle a Freud que infancia es destino. Pero es un hecho que, desde su entrada al mundo, el tratamiento hacia unas y otros es distinto. No en todas partes sucede igual, y hay cosas que han ido cambiando lentamente, no sin poco esfuerzo. Pero la “hembrita” sumisa o desde pequeña inscrita en ridículos concursos de belleza será, casi matemáticamente, la hembra con pechos de silicón con la que tantos machos soñarán después del noticiero de la noche. Sueño modelado secularmente desde las glándulas salivales y los genitales de unos, y la condescendencia y aprobación de otras. El machismo nos ha cruzado a todos y todas. No igual, pero nadie ha escapado.
No se trata de darle la vuelta a la ecuación y poner a las mujeres a hacer el tradicional papel designado a los hombres y a ellos el de ellas. Si ese es el orden que tanto daño ha hecho a la humanidad, es el orden el que hay que cambiar, no solo mover las piezas de lugar. Las niñas que hablen hoy, serán las mujeres que nombrarán el mundo mañana; las que corran hoy, sabrán mañana que tienen pies y piernas para recorrer caminos y mover paisajes; las niñas que estudien hoy, pensarán distinto cuando sean mujeres y tendrán una conciencia distinta de su lugar en el mundo; las niñas que hoy reciban respeto, educación, salud, ternura y oportunidades, serán las mujeres que amarán y respetarán a sus parejas, y darán a luz hijas e hijos deseados y amados que, a su vez, frenarán la espiral de la violencia que ha secuestrado a varias generaciones de una misma familia. Las niñas a las cuales hoy se les respeten y garanticen sus derechos, mañana serán mujeres, no adornos, ni santas, sino mujeres plenas y libres. La humanidad lo agradecerá.
Pero nadie se salva en soledad. Esa otra humanidad precisará también de hombres distintos que, desde niños, vivan nuevas masculinidades. Hombres educados para el respeto, la ternura y el desarrollo de la conciencia. Niños que tengan permiso de sentir y expresarse, hasta llegar a convertirse en hombres que renieguen de su papel como tiranos, policías y capataces de un orden tan violento. Hay que apostarle principalmente a las niñas, que siguen siendo las más vulnerables entre los vulnerables, pero si los niños de hoy acompañan ese proceso desde nuevas maneras de ser hombres, más temprano que tarde otra humanidad será posible.
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