Pluma invitada
Por qué abracé a Rob Reiner tras ver “Stand by Me”
La nostalgia puede ser peligrosa cuando la tienes tan cerca.
En este caso, prefiero confiar más en mis sentimientos que en mi memoria. Lo único de lo que estoy seguro es de cómo me sentí cuando oí que Rob Reiner había muerto: una mezcla de tristeza e incredulidad. En cuanto al resto… Robert Stone tenía razón cuando dijo que “la mente es un mono”.
Creo que vi Cuenta conmigo en otoño de 1985. Por aquel entonces aún se llamaba El cuerpo, que era el título de mi novela corta, en la que se basaba la película de Rob. Creo que me la mostró en una habitación del hotel Beverly Hills, mientras una banda de rocanrol retumbaba en algún lugar a lo lejos. Aquella banda era puro años 80. La película me permitió entrar en otra época, más inocente: 1959.
Estoy seguro de que Rob lucía una camisa a cuadros de manga corta y pantalones caqui, como si acabara de salir del campo de golf (por lo que yo sabía, podía haber sido así). Lo único de lo que estoy absolutamente seguro es que se quedó rondando hasta que la película empezó y luego salió de la habitación. Más tarde me dijo que no podía soportar ver mi reacción si no me hubiera gustado. Yo era un público de una sola persona, sentado en una silla de respaldo alto tomada prestada —o robada— de una de las salas de reuniones del hotel.
Me sorprendió cuán profundamente me afectaron sus 89 minutos. He escrito mucha ficción, pero El cuerpo sigue siendo el único relato abiertamente autobiográfico que he hecho. Aquellos chicos eran mis amigos. Nunca caminamos por una vía de tren para ver un cadáver, pero hicimos otras cosas. La historia trataba de mi realidad, tal como la había vivido en los caminos de tierra del sur de Maine. En realidad había un perro chatarrero, aunque no se llamaba Chopper. De verdad hubo un chico que fue a nadar y salió cubierto de sanguijuelas en zonas sorprendentes, pero no era Gordie Lachance: era yo.
Y de verdad hubo un chico al que acusaron de robar el dinero de la leche, aunque no se llamaba Chris Chambers. Sí que pidió prestado —no le diremos robar— el Bel Air de su madre. Conmigo de copiloto, lo condujo a unos 145 kilómetros por hora por la Ruta 9, en nuestro pueblo rural del interior. Teníamos 11 años.
Lo que quiero decir es que, en manos de Rob, todo era auténtico. Las partes divertidas eran realmente divertidas (incluida la escena del vómito en cadena) y las partes dramáticas me impactaron justo donde yo vivía —o donde vivía en aquellos días en que John F. Kennedy era presidente y la gasolina costaba alrededor de 7 centavos por litro—.
En manos de Rob, todo era auténtico.
Me había sentido exactamente así, dividido entre la vida de escritor y la vida de mis amigos, que vivían el momento y no parecían ir a ningún lugar en particular, salvo quizá a Vietnam. Elegí la escritura, pero fue una decisión por muy poco.
Cuando terminó la película, le di las gracias a Rob y me sorprendí a mí mismo al darle un abrazo. No soy, por lo general, un hombre de abrazos, y creo que él tampoco estaba acostumbrado a recibirlos. Se puso rígido, murmuró algo sobre alegrarse de que me hubiera gustado, y ambos nos apartamos.
Al parecer, no había terminado de sentir lo que estaba sintiendo. Entré al baño de hombres más cercano y me senté en un cubículo hasta recuperar el control. La nostalgia puede ser peligrosa cuando la tienes tan cerca. No sé exactamente qué quiero decir con eso, pero se siente cierto.
Cuando regresé del baño de hombres, Rob y yo tuvimos una conversación más normal. Me pidió comentarios; no tenía ninguno. Me había dejado llevar por todo aquello. Me maravilló pensar en la buena historia que la verdad puede llegar a ser cuando está en las manos adecuadas.
Años después, Rob organizó para mí una proyección de Misery, basada también en uno de mis libros. Esa película también me encantó, pero no me destrozó tanto emocionalmente. Lo que me gustó —lo que Rob se atrevió a captar— fue la mezcla de humor y suspenso. Cuando Annie Wilkes, perfectamente interpretada por Kathy Bates, le dice a Paul Sheldon que el champán que van a beber es “Dom Per-IG-non”, resulta a la vez gracioso y conmovedor: esta mujer nunca tuvo a nadie que le enseñara la pronunciación correcta. Rob lo captó perfectamente.
Mucho tiempo después, cuando Rob ya se había convertido en un autor consagrado y yo me había convertido en lo que fuera que me convertí, nos encontramos en Nueva York. A instancias suyas, participé en un documental político sobre lo poco que nos gustaba Donald Trump. Rob recibió una avalancha de ataques e insultos en Twitter por eso, con su gracia habitual (me niego a llamarlo X; eso es para las películas porno). Fue una presencia política, un comentarista social y un satírico mordaz. Pero todo eso sigue quedando en segundo plano para mí cuando veo a Chris Chambers decirle al lloroso Gordie Lachance: “Algún día vas a ser un gran escritor”. Ese chico llorón era yo. Fue Rob Reiner quien lo llevó a la pantalla.