LA ERA DEL FAUNO
Rateros de antes
A los rateros ya no los hacen como antes. Siempre repudiables, sus tácticas han ido del engaño al cinismo y del disimulado carterista al que roba Q350 millones de nuestros impuestos.
El ladrón producto de la fantasía, vestía camisa a rayas, guantes y antifaz. Se introducía en las casas por la ventana y llevaba un costal donde metía las joyas y los electrodomésticos. Algo de verdad habría en ello. Sucede que nuestra realidad es tan cruel que no creemos que hubiese tal tipo de ladrones. Cuando yo era niño, un hombre me abordó al salir del colegio. Me preguntó por Fulano Pérez, de sexto primaria. Recuerdo que yo estaba algo así como en tercero. En aquel entonces, siendo muy niño viajaba 10 kilómetros en bus, solo, y con cinco centavos de ida y cinco de vuelta.
Era la hora de salida y ya me dirigía a la parada. Me dijo que iba a buscar a Fulano porque habían quedado de verse allí, afuera del colegio Casa Central. Me contó que tenía en su casa una colección de carritos de juguete, unos álbumes con sus respectivas estampas aún sin pegar, cientos de sobrecitos listos para ser abiertos por algún niño que los quisiera. Debido a que no estaba Fulano Pérez, no sabía qué hacer ya que su madre, que era una señora muy mala, le había dicho que quemaría toda aquella fortuna a menos que se las regalara a un niño. Y como era amigo de Fulano Pérez que no llegó, un niño de sexto que yo jamás había visto, pese a que me lo describió detalladamente, entonces, qué lástima, su madre lo quemaría todo.
Ya para entonces yo estaba babeando. Era pobre y no podía imaginar cómo sería tener para mí tantos carritos de todos colores como me los describió: de bomberos, de carreras, de policía y carruajes. Las estampas, ni se diga, con todos los héroes de la televisión y otros llenos de superpoderes que ni me sabía. Ya me veía yo cargando para mi casa con el regalo del año. Lotería. El problema, me dijo, era que para sacarlo todo de su casa tenía que meterlo dentro de algo, en una bolsa, en un bolsón o… entre algunos zapatos. Le ofrecí ?sin pensarlo, como he ofrecido tantas cosas en la vida? mi chumpa de lona, nueva, la que él había estado mirando todo el tiempo. La usaría como un costal, me dijo. Le ofrecí también mi bolsón. Lo miró y no lo quiso. Era un bolsón viejo, atestado de cuadernos, tan pesado que por ser yo bajo de estatura me iba de lado y como usaba lentes fondos de botella me decían Abuelo.
Caminamos algunas cuadras y regresamos otras hacia el Paraninfo Universitario. Me dijo que allí vivía. Sí, en el Paraninfo. Sí, se lo creí. Lo esperaría a una cuadra, en lo que sacaba todo. La emoción que sentí fue muy profunda. Muy intensa.
Después de una hora comencé a sospechar que algo andaba mal. Ya el sol caía. Hacía un poco de frío, por lo que aquello debe haber ocurrido a principios o a finales de año. Esperé tanto hasta que comencé a caminar en sentido opuesto al Paraninfo. Es decir, no a buscar la casa, sino huyendo de mi primera vez. Eso es todo. Lamento si esperaban otro final.
Solo añadiré ?para compensar? una leyenda del folclor industrial mexicano, como la denomina y la escribe Gabriel Zaid: “Hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en un juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas”.
@juanlemus9