PERSISTENCIA

Romanticismo eterno

Margarita Carrera

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El romántico es el ser apasionado, rebelde, idealista, revolucionario, ilógico, morboso, voraz ante la vida y ante la muerte, implacable en su odio y tenaz en su amor; grotesco, a veces, en su patético goce y sufrimiento. Es el eterno inconforme, el que dice y se contradice, el que violenta y se violenta, el que devora y deja devorarse, el que sabe dar y asimismo arrebatar. Generalmente, héroe de las más absurdas hazañas. El fino aristócrata, el insolente pavoroso. El que se afinca en su poderoso “yo”, pero que por eso mismo llega con más facilidad al “tú”, y en su desplante le comprende profundamente, porque él mismo se comprende profundamente.

Y siempre ha habido, en la vida y en el arte, temperamentos románticos, seres hipersensibles desorbitados, con excepcional talento para cualquier cosa que propongan. Seres que de tan humanos pueden tornarse deleznables y sucumbir a la locura.

En el arte literario se habla de lo romántico histórico y de lo romántico eterno. Nosotros hablaremos del romántico eterno, de ese ser idealista y absurdo que lucha contra la corriente y se opone a todo sistema, sinónimo de cárcel.

Claro que en un universo de “praxis”, semejante postura iconoclasta es vista como un atroz peligro y marginada implacablemente. Y eso dentro de cualquier sistema político que establece normas e impone formas de ser y de vivir, uniformando y esclavizando. Así, términos como “idealismo”, “imaginario”, “prodigioso”, “fantástico”, “soñador” y, claro está, “romántico”, son vistos como pecaminosos, insulsos, carentes de lo que se ha venido mal llamando “realidad”, y por lo tanto se ha transformado en términos peyorativos, capaces de destruir a cualquier adversario en polémicas de diversa índole.

Lo mismo en el campo literario. Porque se cree, ingenuamente, que el escritor romántico es obsoleto, fuera de tono en nuestros días. Por lo que nos vendría a la mente la lapidaria frase del poeta: “¿Quién que es no es romántico?” Pero la mayoría, siéndolo en menor escala, lo reprime; en cambio, los otros, las minorías selectas, lo desbordan. Esas minorías son siempre los grandes maestros. Aún aquellos que se llaman clásicos (en su forma tal vez, pero en su alma…). Porque no les sería posible crear sin pasión, médula esencial de todo arte, y toda pasión es propia de lo romántico.

Podríamos, por ello, asegurar que todo escritor (grande o pequeño) es romántico en cuanto su fin fundamental es comunicarnos su emoción, sus sentimientos, sus dichas y desdichas, sus amores y odios, sus heroicidades y traiciones.

Y su lenguaje, aunque cambiante, de acuerdo con la época, es a menudo impetuoso, efusivo, disperso. Aunque también puede ser conciso, breve, lacónico, escueto. Pero en esa concisión se encierra todo un universo de pasión, de emoción contenida, pero no por ello menos intenso y verídico. Ejemplos contundentes de nuestra literatura hispanoamericana, de una y otra forma de lenguaje romántico: Alejo Carpentier y Jorge Luis Borges. ¡Sí! Jorge Luis Borges, ese poeta de un lenguaje tan frío que quema más que el fuego, que abrasa como el infernal hielo del noveno círculo dantesco. Y tal vez más pasional Borges que Carpentier. Y tal vez sin el tal vez.

Aunque estamos de acuerdo en que hay “un lenguaje”, “un estilo”, que nos identifica a cada uno. Un “lenguaje” y un “estilo” en la vida, que toma una nueva dimensión en la obra. Así, a Unamuno nos lo imaginamos hablando tal como escribe: unamunescamente, a Borges, borgeanamente; y no tenemos escape: vida y obra están fundidas y confundidas. Nosotros hacemos el estilo pero, a su vez, el estilo nos hace a nosotros. Y vivimos con “estilo” como escribimos con “estilo”, y ambos son idénticos en el fondo, son nuestro retrato. Dentro de este “estilo” entra la técnica que puede ser cambiante y, sobre todo, contradictoria. Pero la manera de contradecirnos, el gesto, es parte del estilo mismo.

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