PERSISTENCIA
Soñar despierta
El nombre de la profesora que me abrió las puertas de un mundo de fantasía en donde se hacían realidad los más caros deseos era Eufemia, una persona sencilla y amable, de clase humilde. Nada me fascinaba tanto como escuchar aquellos relatos e identificarme con la protagonista de aquellas novelitas, generalmente pobres, como yo, pero bellas e inteligentes. Mientras tejía tranquila, sentada en mi pupitre, oía aquellas historias. Nadie, en mi familia, leía; era algo que mi madre consideraba una pérdida de tiempo. Y, aunque en el colegio jamás se daban clases de literatura, fue ahí donde empezó mi iniciación a la lectura, que pronto me apasionaría tanto. Un día, tendría como 10 años, tomé con sumo cuidado un libro empastado y, acariciándolo suavemente, me dije que sería escritora. Sabía que los libros encerraban mundos mejores a los que se podía aspirar, mundos en los que héroes y heroínas eran capaces de realizar cosas maravillosas.
Al entrar en la secundaria tuve un sobresalto. Se decidió que sería secretaria comercial, pues era lo único a lo que podía aspirar una mujer. Los exámenes finales se realizaban en la Escuela de Comercio y eran orales. Si se perdía una materia, se debía estudiar para las vacaciones y presentarse a examen de retrasadas a finales de abril del año siguiente. Lo cual significaba que no podía vacacionar en marzo y abril. Con semejante amenaza, empecé a estudiar y hacer todos los deberes de clase desde el primer día. Algo de lo que jamás me había preocupado en los estudios de la primaria. Los resultados fueron sorprendentes: a los dos meses resulté ser la mejor estudiante de mi clase. Acontecimiento insólito para mí y que llenó de orgullo a mi tía Betty, quien hacía ver a mi madre lo inteligente que era yo. Por fin había alcanzado lo que tanto deseaba; ahora se me admiraba y me convertía en un ser ejemplar, digno de envidia.
Tal acontecimiento me hizo cambiar de actitud ante la vida. Me volvía responsable y ambiciosa. Me descubría a mí misma y me daba cuenta de que no era tonta. El mundo se transformaba. Podía alcanzar metas insospechadas siempre que me lo propusiera. En ese año llegué aún más lejos de lo propuesto y obtuve algo que jamás hubiera imaginado: fui la abanderada del colegio y se me otorgó la Medalla de Excelencia, presea única que se daba a la mejor estudiante de la secundaria. En ese año de 1942, la alumna que con su esfuerzo había obtenido tres sobresalientes en todas las materias era Margarita Carrera. No esperaba llegar tan lejos. Estaba hecha para estudiar y seguir una carrera. La ambición por ser algo más que una simple secretaria comercial me invadió. Sin embargo, en vano rogué a mi madre su ayuda para continuar estudiando bachillerato o perito contador. Su respuesta fue que como había terminado los estudios, no iría más al colegio.
-¿y por qué Roberto sí estudia bachillerato?
-Él es varón y tú, mujer -fue su respuesta.
Ya por entonces tenía el hábito de la lectura. Mis ratos de ocio los pasaba leyendo novelas en la sala de mi casa, cerca de la ventana que daba al corredor, sentada en uno de los sillones rojos del antiguo y elegante amueblado. De pronto me encontraba entre los libros de mi hermano mayor, Los miserables, de Víctor Hugo. Me apasionaba la historia romántica de Jean Valjean y los pensamientos revolucionarios de Hugo.
Me dio por escribir mis pensamientos en papeles sueltos. Poco a poco se me había abierto otra ventana a la vida. Los libros me develaban mundos insospechados. También nuevos valores y nuevas formas de entender la existencia. Descubría que quería ser escritora. La pasión por los libros empezó a crecer hasta que llegó a ser absoluta. Leer se había vuelto como respirar.