MIRADOR

Tutelados empedernidos

Somos una sociedad enfermamente solícita de tutela. La historia muestra que el reclamo del tutelaje está incrustado en la genética nacional, y poco se puede hacer. Se recuerda devotamente a los dictadores —incluso se extrañan— y se alaba su gestión en conversaciones familiares y de amigos. Echamos de menos a Minugua y casi no la dejan ir porque las cosas no “estaban solucionadas”. Pedimos continuamente el beneplácito o la aprobación de “la embajada”, de la UE o de la comunidad internacional, cualquiera sea el tema. Discutimos fervientemente sobre la permanencia de la Cicig porque solos “no podemos” arreglar la justicia. Buscamos afanosamente un líder que nos saque del lodazal en el que nosotros mismos nos hundimos y, los más extremos, añoran un sistema parecido al cubano o al venezolano para que alguien, “investido democráticamente de despotismo”, venga a poner orden en las cosas, ¡su orden, naturalmente!

En todas las propuestas y reclamos el común denominador es que otro haga lo que nosotros no estamos dispuestos a hacer. Valoramos a los expresidentes por cuanto “han dado”. Si “mejoró” el salario mínimo, se “preocupó” por los pobres o “no subió” la canasta básica, es vitoreado por masas pedigüeñas como alguien que debería repetir su mandato. En ese superficial e interesado debate, poco o nada se discute sobre qué pensamos hacer como personas, cuánto estamos dispuestos a sacrificar o cómo proteger al emprendedor que cada día mejora su situación y, por ende, la de aquellos a los que sirve para que eso ocurra.

El socialismo “protector” reemplaza al individuo y buscamos continuamente un pseudolíder que asuma la responsabilidad de solucionar nuestros problemas de cada día. Quienes más apoyan esta idea son, naturalmente, los que viven subvencionados por el paternalismo externo concretado en parte por la cooperación que paga para predicar el mensaje de que alguien/algunos —ellos, ¡por supuesto!— sean quienes nos rescaten, ya que nosotros estamos mal, ¡muy mal!, y nunca podremos solos.

Alguna persona se molestó por algo que pregunté y que nunca dije. Creo que ahora estoy en condiciones de afirmarlo: somos una sociedad podrida. Y como posiblemente reaccionarán los que aman el tutelaje y otros cuyo hígado les obnubila el entendimiento, les animo a que lean, antes del disgusto, la definición del Drae: “Dicho de una persona o institución: corrompida o dominada por la inmoralidad”, para que luego continúen, si así lo desean, con la crítica que corresponda.

En grupos humanos exitosos, las personas se sienten avergonzadas cuando reciben ayuda de otros porque evidencia que no son capaces de superarse por sí mismas. En esos lugares, lo que más se valora es el emprendimiento, la decisión, la responsabilidad y asumir las consecuencias de lo que cada cual hace. Por aquí, menos triunfantes por cierto, ocurre exactamente lo contrario. Se premia y protege al fracasado, al irresponsable, al corrupto y se castiga a quien hace las cosas bien. Sin ignorar al que tiene mala suerte, como algunos falazmente argumentan, se trata de valorar méritos y no proteger al mediocre. El tutelaje es la aceptación de pérdida de libertad y la anulación personal en “beneficio” de una autoridad que proporcione lo mínimo —la comida—, aunque sea poca, mala y haciendo fila como en Cuba o Venezuela.

Siéntese. Medite. Mírese al espejo y reflexione, ¿realmente necesita un líder que organice su vida o puede usted mismo hacerlo responsablemente? ¿A qué espera? Empiece a ser su propio héroe.

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ESCRITO POR:

Pedro Trujillo

Doctor en Paz y Seguridad Internacional. Profesor universitario y analista en medios de comunicación sobre temas de política, relaciones internacionales y seguridad y defensa.