Poco en esta crisis es sencillo, ni siquiera las preguntas. La de nuestro título, por ejemplo, esconde realidades que hacen imposible encontrar una respuesta correcta.
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Coronavirus | Las decisiones imposibles que la pandemia nos está obligando a tomar
¿Se le está poniendo un valor a las personas por la crisis del coronavirus? ¿Acaso hay vidas que sí y otras que no vale la pena salvar?
La pandemia nos enfrenta a diario con dilemas imposibles de resolver. (Foto Prensa Libre: Getty Images)
El primer instinto de la mayoría es que la vida es lo más importante y, por ende, no hay siquiera razón para considerar otra cosa que no sea tratar de salvar la de todos a toda costa.
Para hacerlo, decidimos poner en riesgo al personal sanitario, sin darle mucho lugar a la duda, aunque sí al agradecimiento.
Y, bajo el postulado de que “la economía se recupera, los muertos, no”, en varios lugares se suspendió la primera, con altos niveles de aprobación.
No obstante, al hablar de economía no todos están pensando en las pérdidas en la bolsa, las bajas en los precios del petróleo o del poder adquisitivo de los consumidores.
La economía también está ligada a la vida y la muerte de personas.
Las medidas de aislamiento impuestas en gran parte de los países del mundo auguran una recesión, y las recesiones matan, no a decenas de una vez, de una sola enfermedad, ni como parte de un evento dramático que va siendo reportado a diario, sino que van acortándole la vida a individuos, muchos de los cuales forman parte del mismo grupo vulnerable al coronavirus.
Y en lugares como Latinoamérica, no es un riesgo a futuro: el aislamiento no va a matar a gente por la escasez de recursos que está por venir, sino por la de ya mismo.
Al final, podemos fácilmente terminar sacrificando a unos por otros, o a los mismos, con distintas justificaciones.
Estamos en medio de una situación en la que no hay respuestas correctas, lo único a lo que se puede aspirar es a encontrar la mejor de las opciones, pues la pandemia se ajusta con precisión a la definición real de un dilema.
Dilemas
No estamos hablando de esos “dilemas” que enfrentan las chicas en las comedias románticas, en los que tienen que decidir entre un guapo, inteligente, rico y convencional o un guapo, inteligente, no tan rico y menos convencional.
“Esos no son dilemas; el uso común de ‘dilema’ le quita seriedad e importancia”, nos dijo la doctora en filosofía María Lucía Rivera, profesora del Departamento de Bioética de la Universidad El Bosque de Bogotá, Colombia.
La consultamos porque la pandemia nos ha enfrentado a todos a problemas que suelen quitarle el sueño a quienes se dedican a escudriñar la ética normativa, como ella, pues es parte de la Red de Filósofas de América Latina y de la Red de Bioética de la UNESCO.
¿Será que podemos acudir a los filósofos en busca de respuestas?
No precisamente. La filosofía no nos da respuestas.
“La filosofía se distingue de otro tipo de ciencias en tanto que no busca respuestas prácticas o concretas sino que busca ampliar el campo de reflexión”, explicó.
Y es por eso que hay quienes la califican de inútil.
“En algún sentido, en su inutilidad radica su valor. Justamente porque no está orientada a dar soluciones, puede darse el tiempo de pensar con mucha cautela y de manera muy crítica las soluciones que se proponen rápidamente”.
La filosofía nos ayuda a pensar, y eso es algo que necesitamos mucho en un momento de profundos dilemas… de los de verdad.
“Un dilema es algo…
- inevitable -es decir, en el momento en el que se presenta, es imposible sacarle el cuerpo-.
- trágico -no hay dilema sobre cosas buenas-; el dilema siempre se presenta sobre opciones que uno no desearía o que no puede justificar.
- moralmente irresoluble -y eso es fundamental, pues a veces confundimos la posibilidad práctica de resolverlo, de tomar una decisión, con el hecho de que se resuelva éticamente- el punto de un dilema es que no se resuelve éticamente, por eso es trágico, difícil y complicado”.
Estar conscientes de que estamos lidiando con dilemas nos puede ayudar a entender por qué ninguna solución en esta situación nos deja tranquilos, pero también que cualquier propuesta merece consideración pues no tenemos a mano verdades absolutas.
“Una manera que a mí me parece bella para describir un dilema es ‘estar sometido a una decisión imposible’“, dice Rivera.
Y al participar en esa toma de decisiones, así sea desde un sillón en tu casa, no sólo hay que pensar en cuál es la mejor opción sino también en qué nos estamos convirtiendo al escogerlas.
Porque se vienen más dilemas, pues el coronavirus no es un hecho, es un acontecimiento.
Acontecimiento
Así como el dilema, el acontecimiento es algo específico para los filósofos y entenderlo nos prepara para lo que viene y nos recuerda que la responsabilidad social y la solidaridad no van dejar de ser necesarias cuando finalmente podamos estar a menos de dos metros de distancia de otro ser humano.
Un acontecimiento se distingue de un hecho porque no admite una sola visión.
“Un acontecimiento es algo que tiene una potencia siempre abierta, que no se reduce, que no se deja atrapar bajo una descripción, bajo una sola mirada.
“Fíjate que lo que pasa con el virus -no el virus como identidad, esa capsulita rellena de ARN, sino el fenómeno-: ningún estudio epidemiológico o estadístico te da la dimensión de lo que está pasando.
“Cada día que va pasando, mientras más cuerpos infecta y más fronteras transgrede, lo entendemos de manera distinta y la forma en la que todos nos aproximamos al fenómeno se expande; nos asustamos por otras razones, tenemos expectativas nuevas…”.
“Entonces, es un acontecimiento en el sentido de que es algo que excede nuestras capacidades interpretativas y él mismo va cambiando lo que es y el mundo en el que habita”.
Por eso, su potencia transformadora política, social y culturalmente es algo que nos dará para pensar durante muchos años, pues para algunas de las consecuencias de la pandemia tampoco hay vacunas.
Las preguntas seguirán flotando en el aire y permanecerán en las superficies, a pesar del jabón y los desinfectantes…
¿Cómo distinguir entre lo bueno y lo malo en una terrible realidad que no es culpa de nadie? ¿Qué podemos esperar de la sociedad y qué puede la sociedad esperar de nosotros? ¿Cuáles sacrificios deben hacer los otros por nosotros y viceversa?
¿Habrá algo que ofrezca respuestas preparadas de antemano para casos de emergencia como este?
Deontología y utilitarismo
Conscientes o no de ello, las decisiones de algunos líderes, y las nuestras, se alinean con alguno de los sistemas de ideas principales que sustentan conceptos competitivos de lo correcto y lo incorrecto.
Entre las muchas dicotomías filosóficas, hay dos que a primera vista nos podrían guiar: la deontología o el utilitarismo o consecuencialismo.
A grandes rasgos, La primera, del idealista alemán Immanuel Kant, nos dice que existen reglas objetivas e incondicionales -como no matar- que debemos seguir sin importar los resultados en situaciones particulares, mientras que los utilitarios postulan que se debe asegurar el máximo bienestar para el máximo número de personas, lo que significa, en un ejemplo extremo, que los pocos deben ser sacrificados por el bien de muchos.
Pero, por supuesto, como ya habíamos dicho, nada es tan sencillo.
“Como muchas de las teorías de ética normativa comparten un interés de formular principios universales sólidos, algo de lo cual uno se pueda colgar ante la incertidumbre, no importa cuán adverso sea el mundo“.
Sin embargo, pronto tropiezas con obstáculos.
¿No matar es lo mismo que dejar morir, algo que podría decirse de la decisión de no darle cuidados intensivos a quienes lo necesiten?
Y si abandonas las altas aspiraciones de los deontólogos y te aferras a los utilitarios, ¿cómo calculas quiénes son los sacrificados por el bien de la mayoría?
“Creo que parte de lo que está pasando con la pandemia es que estamos haciendo cualquier cosa -leer compulsivamente, hacer yoga, masticar hojas de guanábana- que nos dé una idea de que esto tiene orden y sentido”.
Pero las fuentes de sentido son múltiples y, como nos dice Rivera, lo que le da sentido al mundo son cosas que siempre deben mantenerse sujetas a revisión.
“Tanto la deontología como el utilitarismo ofrecen cosas maravillosas pero tienen limitaciones”.
¡Qué vida!
Pensar que la vida o el bienestar de la mayoría está por encima de todo es muy loable, pero a qué nos referimos al hablar de vida y bienestar: a la mera sobrevivencia o a nuestra forma de vida.
Aunque la suspensión de esta última parezca temporal, muchos temen por su supervivencia después de la cuarentena. No se refieren a la posibilidad de ir de compras etc., sino a esas libertades que valoramos al punto que, para defenderlas, enviamos a jóvenes a arriesgar sus vidas, en guerras o en lugares amenazados por extremistas.
“El gran drama es que esto nos está poniendo a pensar no sólo en qué vale la pena conservar de lo que había -la vida, la economía, los sistemas políticos, la organización social-, sino que nos plantea una pregunta que es mucho más difícil: qué vale la pena construir“.
“Esa requiere imaginación: las decisiones que estamos tomando van a tener impacto profundo”.
Esa es una de las razones por las que, aunque sintamos que nuestra opinión no cuenta, reflexionar sobre lo que está pasando es tan importante.
¿Cuál es tu valor social?
Los dilemas como los que se enfrentan tras las puertas de los hospitales, por ejemplo, también se pasean por nuestras calles, y resolverlos, ahora y cuando termine la cuarentena, será obra de todos, así sea por omisión.
Piensa en los protocolos éticos, una herramienta para alivianarle la carga a los profesionales de salud.
“Hemos notado -comenta Rivera- que es muy común que se acuda a una noción muy problemática que es la de ‘valor social’, que asume que hay personas con más valor social que otras y que tienen prioridades en términos de tratamiento”.
¿Y no es así? Ante, por ejemplo, la escasez de ventiladores, ¿no es imperativo tener un criterio claro basado en algo como eso?
“La cosa es que hay una serie de presupuestos complicados que hay que revisar. Toma el escenario aquel de que tienes un anciano de 85 años y a un joven de 20, y escoges al de 20 porque el anciano ya vivió“.
Una decisión seguida por un silencio que evidencia el vacío que dejó en el alma.
Ahora piénsala a futuro, bajo la óptica del mundo que queremos construir, y probablemente harás al menos una pausa antes de asumir como regla que es mejor sacrificar a quienes tienen el tesoro de la experiencia.
Uno más complejo
¿Qué pasa si se trata de un profesor de medicina brillante de 65 años de edad que puede educar a mucha gente y una persona joven?
Cualquier respuesta es mala, por más necesaria que sea.
Y, para ponernos entre la espada y la pared, como se pone gente como ella al participar en esas discusiones bioéticas que ahora se han vuelto tan relevantes y urgentes, Rivera nos invita a cualificar también a esa persona joven.
“Piensa, por ejemplo, en una persona de la comunidad indígena que no contribuye al capital financiero, a la productividad de un país. Entonces tienes frente a ti a una mujer indígena y a un profesor universitario. Hay que tener mucho cuidado al hacer ese cálculo de valor social, porque con mucha frecuencia lo que se mide es quien aporta más a la sociedad bajo un criterio muy reduccionista de la humanidad a su capacidad productiva”.
“Cuando uno se pone a analizar lo que significa el criterio de valor social como toma de decisiones, se da cuenta de que se nos tienen que disparar las alarmas”
¿Vamos a dejar morir a las personas con discapacidad, a las comunidades originarias o a aquellos con un estilo de vida alternativo? De ser así, ¿qué sociedad estaríamos construyendo y qué seríamos nosotros en esa sociedad? ¿Cuánto valor social tendríamos?
Los interrogantes llueven pero, bajándonos al piso, preguntamos si, realmente, hay alguna manera de evitar que las decisiones se tomen así.
“Para eso es que sirve la teoría. Porque lo que pasa cuando lo cuestionas es que, por ejemplo, Rita Laura Segato, que es una antropóloga maravillosa (profesora de antropología y bioética de la Cátedra UNESCO de la Universidad de Brasilia), escribió muy fuertemente en medio de esas discusiones diciendo: ‘¡Ojo con esto! No se nos puede pasar por alto que son personas que por el sesgo implícito se piensa que valen menos‘”.
“Si la apuesta política y la apuesta moral a futuro es construir una sociedad de cuidado, de justicia, humanizada, el criterio no puede ser simplemente la productividad y el capital“.
Recuerda que partimos del supuesto de que estas decisiones son imposibles de tomar.
“Lo único que uno hace -y esto es muy importante- es recomendar: todos los protocolos son recomendaciones y los comités de bioética no dan órdenes.
“Pero parte de lo que uno está recomendando tiene que ir un poco allá. Y vale la pena dar la pelea para que la gente que está desprotegida cuente. Lo mínimo a lo que debemos aspirar es que esas decisiones no sean fáciles, que no sea tan evidente que se salva siempre al profesor de universidad y no a la indígena“.