A cambio, para que una persona acuda a un recital y pague su entrada, es imprescindible una costosa publicidad que durante semanas le repita que “necesita” asistir al evento y, después, retirarse solamente con el recuerdo de aquello que presenció durante un par de horas —nada más el recuerdo, por bueno que haya sido—.
Acaso la literatura está a medio camino. Qué diferencia entre el texto de una obra de teatro y el montaje de la misma. La primera la podemos leer sentados en casa, a la hora que nos convenga. Sin embargo, no hay acción. No hay actores, ni vestuario, ni escenografía, ni luminotecnia, ni meses de ensayo.
En comparación, la segunda significa llegar a la sala, gastar en la admisión al local, sumergirse en la propuesta del director, acercarse al drama, no esperar que todo sea “jajaja”…
No puede haber gran equivocación en cuanto a la baja estima que en general se le tiene al arte en este país. Esto es obvio. Lo que tal vez no es tan evidente es la comparación entre las diferentes expresiones artísticas: pintura, escultura, literatura, música, cine, teatro, danza (por ponerlas en un posible orden descendente de apreciación en nuestra sociedad). O tal vez debemos seguir la idea de que no es necesario comparar, cuando somos capaces de evaluar.
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