Las contribuciones de Wagner al pensamiento artístico y a la música, tanto en el lenguaje como en la práctica, no pueden subestimarse.

Avanzador fundamental de la ópera hasta llegar a lo que él llamó la Gesamtkunstwerk —la obra de arte total, en que se igualan música instrumental, canto, danza, poesía, artes visuales y escénicas—, fue un precursor de expresiones musicales contemporáneas e incluso del diseño arquitectónico teatral. A pesar de sus constantes problemas financieros, hacia el final de su vida creó y logró que se edificara el Festspielhaus de la ciudad de Bayreuth, donde anualmente tiene lugar el festival de sus grandes óperas, unas 10 principales del repertorio universal, de una veintena de obras que compuso en este género a lo largo de medio siglo de actividad. Entre los adelantos técnicos que introdujo se cuenta el foso (en el que normalmente se oculta la orquesta hoy día) y la iluminación exclusiva del escenario a la hora de la representación, a fin de obtener un efecto visual mucho más dramático que el que se estilaba con anterioridad.

Naturalmente, las características específicas de la música wagneriana —tales como un extenso empleo de los leitmotifs, una armonía fuertemente cromática, sus innovaciones en cuanto a orquestación y propuestas como el descomunal Anillo de los Nibelungos, que dura unas 15 horas— no se pueden describir en un espacio tan reducido como este. Todo un apartado adicional se requeriría para comentar su controversial nacionalismo alemán y su posición de cara al judaísmo, que le han ganado tantos detractores como admiradores, por razones que rebasan lo musical.

Por las proporciones y las exigencias técnicas que su música plantea a los intérpretes, ¿será este el momento de imaginar que vaya a verse representada una ópera de Richard Wagner en Guatemala?