Guatemala

Miguel Angel Gálvez, Personaje del Año 2016 de Prensa Libre

Abogado destaca por su compromiso con la recta aplicación de la justicia en el Tribunal de Mayor Riesgo B, que conoce casos de corrupción.

Miguel Angel Galvez ha conocido casos de alto impacto social en primera instancia penal. (Foto Prensa Libre: Esbin García)

Miguel Angel Galvez ha conocido casos de alto impacto social en primera instancia penal. (Foto Prensa Libre: Esbin García)

Como el árbol de araucaria que Hermann Hesse describe en El Lobo Estepario, por medio de los ojos de Harry Haller, podría describirse la vida de Miguel Ángel Gálvez Aguilar (1963), juez de Mayor Riesgo B, designado por Prensa Libre como Personaje del Año 2016.

“Un árbol infantil, sano, recto, de la mayor perfección”, relata Haller, quien disfruta sentarse a su sombra y avizora “una vida llena de decencia, y de salud, de levantarse temprano y en cumplimiento del deber”. Precisamente, la araucaria es uno de los símbolos favoritos de Gálvez Aguilar, quien tiene plantada una en su casa.

Gálvez Aguilar aparece en el umbral de su vivienda, vestido con  sudadero verde fluorescente, pants negro y gorro, pues recién regresó de trotar.

Su casa tiene un aire campestre. Está alejada  del centro de la ciudad, sencilla, sobria. Coloca sobre la chimenea los obsequios  abiertos la noche anterior.

“Nací en el 63 —1963—, creo que cumpliré 50 ¿o 51?”, dice, pero se carcajea  cuando se le recuerda que son 53. “¿De verdad?”, inquiere. “Nunca soy bueno con las fechas, a menos que me vea forzado a recordarlas”, afirma Gálvez Aguilar, quien combina su pasión por las leyes con su gusto por los perros ingleses, la poesía de Hesse y El vuelo del abejorro, de Rimsky Kórsakov. 

Rayito, un perro de raza west highland white terrier, lo sigue fiel a su despacho, donde el juez concede la entrevista, no sin antes agradecer la designación.

La Torá —libro que fundamenta al judaísmo—, un menorah o candelabro de siete brazos, una postal de Charles Chaplin, el eterno niño rebelde representado en Charlot, quien critica la mecanización de la industria y la deshumanización, y una edición del Derecho y Razón, de Luigi Ferrajoli, destacan en el lugar.

Gálvez Aguilar es el cuarto de siete hermanos. Creció entre lo más cruento del conflicto armado. Disfrutó leer  La isla de los hombres solos y    Papillón —novela de Henri Charriére, sobre un condenado en la Guyana Francesa por un crimen que no cometió—; se declara fan de la música de The  Beatles, Black Sabbath y los Bee Gees.

“Me encanta esa canción. ¿Cómo se llama? ¿Cómo reparar un corazón roto? —How can you mend a broken heart?— de los Bee Gees”, comenta.

“Puedo aún sentir la brisa que cruje a través de los árboles y las memorias húmedas de los días que se han ido, no podíamos ver el mañana, nadie dijo una palabra acerca del dolor”, tararea, y luego, desiste.

Una infracción

El juez que ha conocido los procesos Rosenberg, Parlacén, Siekavizza, La Línea, Aceros de Guatemala y Cooptación del Estado, entre otros, tiene un rostro afable y un ideal inquebrantable.

Reconoce que una vez, de niño,  “infringió” la ley. Después de pensarlo un rato, como si buscara el fragmento de una película ya olvidada, recuerda: “Tenía 8 años, robé una rosa para mi maestra de segundo grado; el dueño de la casa me pilló y me llevó a la escuela para verificar si era cierto lo que le decía”.  

Cuando estudiaba el Bachillerato en Ciencias y Letras, en el Instituto Evangélico América Latina, trabajó como mensajero de medio tiempo en la Dirección General de Caminos.

La letra de War Pigs, de Black Sabbath, la banda  pionera del heavy metal que denunció la guerra y sus atrocidades, y las estrofas de War is over, de The Beatles, los libros de Derecho que leyó prestados y su militancia en asociaciones estudiantiles —en el contexto intolerante del conflicto armado— alimentaron su decisión de estudiar leyes.

“Uno de los últimos años comenzamos a estudiar 90 y nos quedamos solo 14. La mayoría de profesores fueron asesinados o desaparecidos”, relata.

Símbolo de rectitud

Hace cinco años, Gálvez Aguilar sembró en su jardín una araucaria, conífera que se caracteriza por sus ramas muy rectas. Su otra pasión, después de las leyes, es cultivar bonsáis —árboles en miniatura—.

Su serenidad fuera del juzgado contrasta con la vehemencia con que sustenta sus resoluciones.   


Comenzó su carrera como juez en Quiché, en 1998, dos años después de la firma de los acuerdos de paz. Pero sus primeros acercamientos con procesos de crimen organizado fueron durante los seis años que trabajó en Chiquimula como juez de Competencia Ampliada.

Gálvez  lee sus casos un promedio de seis horas diarias y está convencido de que detrás de cada proceso se encuentra un ser humano.

“En una ocasión juzgaba a 30 pandilleros, no recuerdo exactamente. Uno de ellos pidió un bombón. Con el palillo abrió los grilletes, se bajó el pantalón y empezó a masturbarse en medio de la audiencia. Sentí una inmensa compasión. Le pedí que se subiera sus prendas y a los guardias, que no lo agredieran”, narra.

“Me cuesta más juzgar a un pandillero que a un político sindicado de corrupción”, asevera.

A escasos metros de la araucaria hay una habitación pequeña para meditar. Gálvez, ferviente estudioso de La Torá, se define  como creyente.

“He leído no sé cuántas veces El Lobo Estepario. Recuerdo que hace una mención a la araucaria”, indica.

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