En años recientes había visitado a Milán, donde arrasó con el 25% de la población (1629-1631); en Sevilla, se estimó que mató a 150.000 de los 600.000 andaluces que vivían ahí en 1647.
BBC NEWS MUNDO
Londres, 1665: “La peste nos está volviendo crueles”
<strong>Era verano y Londres estaba asolada por una enfermedad que por mucho tiempo había aparecido y desaparecido en Asia, África y Europa sembrando muerte por doquier.</strong>
En 1665 le tocó el turno a Londres.
¿Cómo era vivir en medio de ese horror en esa época, en la que no se sabía ni la causa ni había remedio para una epidemia que no respetaba edades ni clases sociales y que te convertía en su cómplice para infectar a tus seres cercanos?
La BBC buscó testimonios que sobrevivieron el paso del tiempo que nos dan una idea del día a día en una ciudad en la poco se podía hacer para evitar ser una víctima.
Calor y pestilencia
Ese verano, la peste bubónica se había apoderado de la ciudad.
“Hay un gran temor a la enfermedad. Se dice que algunas casas ya fueron cerradas“.
Así plasmaba lo que ocurría un testigo: el conocido diarista inglés Samuel Pepys, uno del medio millón de londinenses aterrados por la propagación de la plaga.
“Esta tarde vi dos o tres casas marcadas con una cruz roja y con las palabras 'Que Dios se apiade de nosotros” en sus puertas. Fue triste pues eran las primeras que veía”.
Suenan las campanas
“La peste es una enfermedad epidémica que se propaga rápidamente de persona a persona y mata a la mayoría de los contagiados”, le dijo a la BBC Vanessa Harding, profesora de Historia de Londres de la Universidad de Londres.
Como no era la primera vez que llegaba a la ciudad, “las autoridades tomaron medidas inmediatamente. Ordenaron limpiar las calles, sacrificar a los perros y los gatos, encerrar a los infectados, prohibir reuniones multitudinarias. Además, le pedían a la gente que no fuera al teatro o a funerales o asambleas públicas”.
“No eran regulaciones de higiene, más bien de orden público”.
“La gente se está muriendo y ahora parece que tienen que cargar los muertos al lugar donde los entierran también durante el día, pues no alcanzan las noches. Hace 3 o 4 días vi un cadáver en un ataúd en la calle sin enterrar… la peste nos está volviendo crueles“, escribió Pepys.
Y el reverendo John Allin, otro londinense, también consignó sus impresiones ante el rápido aumento de muertes.
“Me temo que, a juzgar por el casi continuo y universal tañer de las campanas, la enfermedad está en aumento. Estoy seguro de que se me está acercando, pues se llevó al mejor amigo que tenía en el mundo. Peter Smith, estuvo un poco mal en la tarde, luego tomó algo para sudar, lo que esa noche le produjo una hinchazón bajo su oreja que no se podía romper y lo ahorcó. Murió el jueves por la noche”.
Soledad y melancolía
Londres estaba desierta. Los que podían, se habían ido de la ciudad.
“Caminé hasta la Torre -escribió Pepys-; ¡Dios mío, cuán vacías y melancólicas están las calles! Tanta gente pobre enferma llena de llagas; tantas historias tristes que escuchas al pasar, de alguien muerto, otro enfermo; no hay botes en el río y el pasto crece descuidado en el palacio de Whitehall“.
El palacio de Whitehall fue la residencia principal de los reyes de Inglaterra desde 1530 hasta 1698. En ese entonces, era el más magnífico de Europa, con 1.5000 habitaciones, más grande que Versalles y el Vaticano.
Pero estaba desierto pues el rey Carlos II con su familia y su corte se habían trasladado a Oxford.
Para algunos, como el reverendo John Allin, escapar no era una opción.
“La enfermedad está ahora muy cerca de mí; está en donde mis vecinos de ambos lados, bajo el mismo techo… pero no tengo un lugar para retirarme, ni en la ciudad ni en el campo; no tengo a dónde ir ni en el cielo ni en la Tierra, sólo Dios. Creo que no hay escape del deseo de Dios y esta enfermedad es tan pestilente en algunos lugares que parece más un juicio que otra cosa, y el arrepentimiento sincero es el mejor antídoto, y el perdón de los pecados, su mejor remedio“.
“Ciertamente, muchos lo consideraban como un juicio divino”, señala Vanessa Harding.
“Es un período en el que la gente creía mucho en la divina providencia. Creían que las cosas venían de arriba. Y había varios pecados esperando sentencia. ¿Sería por la restauración de la monarquía? ¿O por la ejecución del rey en 1649? Siempre hay alguien a quien culpar y, con tal de que no seas tú o tu grupo social, es satisfactorio”.
Lo peor antes del alivio
La peste llegó a su peor momento en septiembre, con más de 7.000 muertes por semana.
En otoño, el número de víctimas empezó a decrecer. Para finales de diciembre, Samuel Pepys ya sonaba más optimista.
“Es cierto que hemos pasado por una profunda melancolía por la Gran Peste, pero ya disminuyó a casi nada. Para nuestra gran alegría, la ciudad recuperó su ritmo y las tiendas volvieron a abrir sus puertas“.
70.000 personas fueron registradas como víctimas de la peste, aunque se estima que la cifra real fue de más de 100.000.
Las tribulaciones de Londres, no obstante, no habían terminado.
El año nuevo traería consigo el Gran Incendio de 1666, que incineró vastas extensiones de la ciudad.
Para muchos londinenses, era otra señal de Dios.
Guerra, plaga y fuego: los clásicos… y los habían sufrido todos en rápida secuencia.
Después del incendio, la peste también se apagó, pero Vanessa Harding cree que tratar de vincular estos dos hechos probablemente es impreciso.
“Es tentador pensar que el fuego limpió a la ciudad, pero los hechos no respaldan esa teoría pues lo que ardió fue el centro de la ciudad, que no había sido casi afectada por la epidemia. Ésta estaba en los suburbios, que no se quemaron”.
Con fuego o no, la epidemia había llegado a su fin, y ese fue el último gran brote de peste bubónica en Reino Unido.