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Reforma Liberal: batalla de poderes 

Luego del triunfo de la Revolución Liberal de 1871 comenzarían a implantarse drásticas reformas al sistema político, económico y social de Guatemala, convirtiéndose en una pugna de poder entre el Estado y la Iglesia Católica.

Durante la presidencia de Justo Rufino Barrios se impulsaron varias reformas en el país. Gobernó de 1873 a 1885. (Foto: Hemeroteca PL)

Durante la presidencia de Justo Rufino Barrios se impulsaron varias reformas en el país. Gobernó de 1873 a 1885. (Foto: Hemeroteca PL)

Desde el descubrimiento de América, la Corona española y la Iglesia Católica compartieron el poder político en estas tierras. De hecho, el papa Alejandro VI, mediante emisión de una bula en 1493 confirió a los conquistadores el derecho de propagar el cristianismo.

En el siglo XIX, alrededor de 50 años después de la Independencia, el gobierno liberal, encabezado por los generales Miguel García Granados y Justo Rufino Barrios, puso cuesta arriba la influencia que los eclesiásticos ejercieron por centurias, tanto en educación, ritos, costumbres y formas de pensamiento, así como en cuestiones políticas y económicas.

A partir de entonces, Estado e Iglesia son poderes diferentes. Ese fue el primer paso para construir la llamada “nueva nación”, idealizada por los liberales.

De esa forma se mantiene, técnicamente, el laicismo, término que la Real Academia Española define como “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”.

La Iglesia frente a los liberales

El “triunfo liberal” de García Granados y Barrios se materializó el 30 de junio de 1871. “Lo siguiente fue asentar su poder en los ámbitos político y legal”, refiere el historiador José Cal Montoya, experto en Ciencias Religiosas por la Universidad Rafael Landívar y miembro de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala.

Los liberales, de esa cuenta, le restaron poder a los conservadores —sus antecesores— e instauraron sus propias políticas.

En lo económico, por ejemplo, fomentaron mayor actividad mediante la introducción del café y otros cultivos. También posibilitaron la fundación de los establecimientos bancarios para que financiaran las operaciones, e impulsaron una red de servicios que optimizaran la producción y comercialización de productos —de esa cuenta, nació la red ferroviaria—.

En lo político se buscó una liberalización de las instituciones existentes y promulgó una nueva constitución y otros códigos.
“Dentro de ese proceso, la Iglesia era uno de los primeros sectores a tomar en cuenta para llevar al éxito el programa liberal”, consigna el artículo La Iglesia de Guatemala ante la Reforma Liberal (1871-1878), cuyo autor es Cal Montoya.
Fue así que se le expropiaron sus bienes, y las órdenes religiosas fueron expulsadas del país. Para justificar tales medidas se desplegó una intensa propaganda en los diferentes medios de comunicación.

Los liberales sacaron provecho de la libertad de prensa que promulgaron el 5 de julio. “De esa manera echaron por tierra la censura civil y eclesiástica a la que estaban sometidas las publicaciones. Se hacía la salvedad, eso sí, de que todos los artículos estuvieran firmados y que no debían atacar la vida privada de los ciudadanos”, refiere Cal Montoya.

Esas disposiciones, sin embargo, no se cumplieron, pues apareció un sinnúmero de seudónimos pintorescos y que, además, satirizaron a ciudadanos connotados. “Se les dejó actuar, ya que eso les permitió a los liberales poner en marcha una extensa campaña de desprestigio contra la Iglesia y acelerar su proceso de desarticulación”, refiere el experto. “De esa forma se difundían las ideas progresistas entre la población”.

En ese entonces apareció el periódico El Malacate, dirigido por Andrés Téllez —amigo de Barrios—, el cual se convirtió en el medio escrito abanderado de la propaganda anticlerical del Gobierno, que tomó fuerza con otros medios como El Crepúsculo, La Guasa, Fray Gerundio, El Guatemalteco y, por supuesto, el Boletín Oficial.

Aunque tal situación complacía al ala más radical de los liberales, no lo hacía con García Granados —presidente provisorio—, quien deseaba implementar los cambios de forma progresiva, con una política moderada hacia la Iglesia. De esa cuenta, García Granados mantuvo la práctica de nombrar capellanes para el Ejército y le pidió al arzobispo Bernardo Piñol y Aycinena que celebrara el oficio solemne por los soldados fallecidos en batalla.

Aún así, la actitud que se tomó hacia la Iglesia provocó disturbios que, constantemente, terminaban en levantamientos en la provincia. “Más que destruir a la Iglesia, lo que se perseguía era reducirla a un estado de subordinación más estricto”, indica Cal Montoya. “Lo que se perseguía era aprovechar de mejor manera los bienes eclesiásticos”, añadió.

Recrudece el conflicto

Una de las disposiciones liberales más fuertes fue la de transferir el sistema educativo a manos del Estado, convirtiéndolo en aconfesional, y se procuró que fuera gratuito y obligatorio.

Esto fue un choque porque, en ese momento, los jesuitas tenían una enorme influencia en la educación nacional. Las rencillas entre el Estado y la Iglesia aceleraron el proceso de “reforma religiosa”, el cual estaba contemplado dentro del programa del nuevo gobierno para alcanzar sus objetivos políticos y económicos.

Esas desavenencias, incluso, aparecieron antes de la consolidación de los liberales. En un oficio fechado el 2 de enero de 1871, el presbítero Felipe Betancourt informó al provisor del Arzobispado, el padre Espinoza, sobre las acusaciones contra los sacerdotes Piloña y Silva acerca del ejercicio de su ministerio, haciéndole ver que “en los tiempos presentes se estudia la manera de desvirtuar a los ministros de cultos a los cuales no les faltan gratuitos enemigos”.

Resulta bastante ilustrativo los casos de Manuel Grajeda, párroco de Nebaj, Quiché, y del presbítero Luis Guerra, quienes tuvieron que abandonar sus parroquias ante las amenazas de los entonces “rebeldes” liberales.

En Huehuetenango, a la vez, se informó de un incendio provocado por el comando dirigido por Barrios, en el cual se quemaron 300 ranchos y seis casas de teja, el cual alcanzó la iglesia local, y la aprehensión de Fernando González, párroco de Totonicapán.

Esos conflictos fueron los primeros que acabaron con la expulsión de los jesuitas, un paso que los liberales consideraban “necesario” para consolidarse.

Meses después, en Quetzaltenango, el diario El Malacate empezó a escribir contra esa orden religiosa. Los jesuitas apelaron a las autoridades locales para poner fin a tales atropellos, pero el Concejo llegó a la conclusión de que su estadía en el país era ilegal, pues el decreto de su restablecimiento no había sido aprobado por la Asamblea Nacional. Aquella decisión quedó firmada en un acta del 2 de agosto de 1871 en el Palacio del Ayuntamiento, en la cual se les acusaba de enriquecimiento ilícito a través de donaciones testamentarias y robo, de importar productos para venta sin pagar los impuestos de aduana, de tener influencia en el gabinete de Vicente Cerna y otros cargos más.

Según el historiador Hubert Miller, esa acción no fue refrendada en la ciudad quetzalteca. La versión del sacerdote Rafael Pérez dice que en aquel suceso Barrios mandó a rodear el Palacio del Ayuntamiento y bajo amenazas hizo firmar el Acta a ciudadanos honorables de esa localidad, amigos de la Compañía de Jesús, quienes en un principio se resistieron pero que fueron conminados a actuar por la fuerza. Cal Montoya, sin embargo, duda de tales declaraciones, ya que el informe de Pérez también contiene serios ataques contra los liberales.

Más tarde, en Totonicapán, el Ayuntamiento se pronunció en favor de la expulsión y congratulaba al general Barrios por llevar a cabo esa medida.

Los jesuitas fueron notificados del acta de expulsión a las 9 de la noche del 12 de agosto, y se ordenaba que abandonaran la ciudad a más tardar a las 3 de la madrugada del siguiente día, rumbo a la capital.

La primera acción de Piñol y Aycinena fue la de notificar a García Granados acerca de la creciente propaganda anti-jesuita en la provincia, pidiéndole que esto no fuera informado a través de la Prensa capitalina ni en reuniones públicas, ya que amenazaba seriamente la paz pública y religiosa, esperando a que lo acaecido en Los Altos no se repitiera en otras partes del país. García Granados no respondió.

La gente, de todas formas, se enteró y empezaron a proliferar hojas sueltas de autores anónimos en las que se pedían explicaciones al gobierno. Los simpatizantes de los liberales, al mismo tiempo, se encargaron de justificar tales acciones acusando a los jesuitas de estar involucrados en crímenes durante el movimiento revolucionario. A partir de ese instante, esa orden religiosa sería destinataria de múltiples acusaciones y se le señaló, fundamentalmente, de conspiración.

Por fin, el Gobierno emitió un boletín oficial en el que defendía las acciones locales e insistía en que la medida no era un ataque contra la religión, sino más bien para preservar la tranquilidad pública y prevenir males mayores. A los reaccionarios, además, se les advirtió de que la única Constitución válida era el Acta de Patzicía y que esta autorizaba al presidente provisorio a hacer efectivos los principios de la Revolución y que no toleraría los ataques de los “defensores de la religión”.

El 3 de septiembre fue dada a los jesuitas la noticia sobre su expulsión, recibiendo la orden de abandonar el Colegio Tridentino.
Sus esfuerzos por trasladarse a El Salvador u Honduras fueron infructuosos. Fueron llevados al día siguiente a Puerto San José para abordar un buque estadounidense. Primero llegaron a Nicaragua, pero se establecieron definitivamente en Costa Rica.

Un día después, García Granados dio una explicación pública acusando a los jesuitas de tener puntos de vista contrarios a la libertad, de ser responsables de la insurrección de Oriente y de propagar el rumor de que el nuevo gobierno atacaba a la religión y haciendo ver que su readmisión en el país solo contribuiría al desorden público.

Barrios, en tanto, acusó a los jesuitas de ser hombres sin patria, tan solo leales al Papa.

Los señalamientos de la participación de jesuitas en las rebeliones de oriente tuvieron eco en la Prensa nacional hasta mediados de 1873, cuando la insurrección finalmente mermó.

Dentro de la Orden, además, hubo jesuitas afines al gobierno liberal, quienes enviaron un comunicado a la Santa Sede en el cual justificaron las acciones del Gobierno.

Las razones

¿Qué motivó la expulsión de esa orden? ¿Acaso el Gobierno tenía un sentimiento antijesuita? ¿Intereses económicos? “Es difícil poder inferir en alguna de estas suposiciones con seguridad, ya que no hay evidencia que lo demuestre fehacientemente”, expone Cal Montoya.

“Lo que sí es claro es que los jesuitas, desde sus inicios, han tenido muchísimos problemas tanto con monarquías como con gobiernos representativos y el clero diocesano, ya sea por su indefectible sujeción al papado o por su amplia visión acerca de la misión de la Iglesia Universal, la cual ha sido, y aún es, un tropiezo para la salvaguarda de los intereses particulares de sus estamentos más conservadores y para aquellos individuos o agrupaciones cuyos intereses políticos y económicos ven amenazados”, cita el informe de Cal Montoya.

En mayo de 1872, cuando Barrios ocupó la presidencia de forma interina, promulgó nueve decretos, la mayor parte encaminados a hacer efectiva la reforma religiosa. Entre tales disposiciones estaban la prohibición perpetua para que volvieran los jesuitas y la nacionalización de sus bienes; extinción de todas las comunidades religiosas masculinas y confiscación de sus bienes, dándoles la opción de salir del país con una compensación o de permanecer en él como clérigos seculares con el goce de todos su derechos ciudadanos.

La razón que oficialmente se ofreció para disolver las congregaciones fue que los religiosos rechazaron los principios democráticos y la carga económica que representaban. Barrios fue claro en advertir que utilizaría la fuerza si alguien se oponía a tales medidas.

En esa época solo quedaban alrededor de 180 sacerdotes para atender a un país con una población de millón y medio de habitantes. En los años posteriores, la Iglesia de Guatemala dependería en gran manera del clero extranjero.

Aunque García Granados no estuvo de acuerdo con las disposiciones de Barrios, llevó a cabo la transformación de conventos en escuelas públicas, para que el 14 de agosto de 1872 se decretara la creación del Ministerio de Educación, y de esa forma la educación quedara completamente secularizada.

Esto causó fricciones, sobre todo en lo referente al cambio de currículo, donde la religión ocupaba un lugar marginal. La lucha se intensificó cuando se dispuso destinar los bienes recolectados en las parroquias para la beneficencia pública, medida que se justificaba aduciendo que los bienes parroquiales eran “bienes del pueblo”.

La orden oficial de expulsión se hizo efectiva en febrero de 1873, retraso causado por la salida de Barrios hacia Oriente para sofocar un levantamiento emprendido por los conservadores.

El 15 de marzo de 1873, nuevamente con Barrios como presidente provisional, se emitió el decreto en el que se apelaba a la inviolabilidad de la libertad de conciencia, lo que aseguraba el ejercicio libre de todas las religiones, el cual sentaba el precedente para la posterior incursión protestante en Guatemala.

Una vez como presidente electo, Barrios fue más enérgico respecto de la Iglesia y, mediante otro decreto, nacionalizó todas las propiedades religiosas para, según justificó, utilizarlas en el desarrollo agrícola e industrial.

En febrero de 1874 se ordenó la disolución de las congregaciones religiosas femeninas. Para Barrios, la multiplicidad de conventos presentaba un obstáculo social y económico al progreso. El hacer votos de por vida equivalía para él a un suicidio moral y renunciar a los derechos humanos básicos. Al mismo tiempo se suprimieron las cofradías y órdenes terciarias, y se expropiaron sus bienes. El Cabildo Eclesiástico, por supuesto, consideró despóticas tales medidas.

Ese mismo año la presencia de la Iglesia en la vida cotidiana de los guatemaltecos se había reducido drásticamente. El arzobispo Piñol y Aycinena, que entonces estaba en el exilio, reaccionó al declarar que todo católico que participara en la compra o venta de las propiedades de la Iglesia quedaba automáticamente excomulgado.

A finales de 1875 se convocó a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución. Sobre las “reformas religiosas”, Barrios expresó que estaban llamadas a “eliminar la influencia dominante del clero sobre el pueblo, y ofreció hacer todos los esfuerzos posibles por conseguir el establecimiento de relaciones armoniosas con el gobierno eclesiástico”. Añadió que aún se necesitaban otras reformas, especialmente en lo relacionado con el matrimonio civil, para que Guatemala se tornara más atractiva para los inmigrantes protestantes. Los delegados extendieron al presidente su voto de confianza, prolongando así la “dictadura transitoria” de Barrios por cuatro años más.

El proceso de “modernización” de Guatemala siguió su rumbo. De esa cuenta, el Estado asumió el control del Registro Civil y ya no la Iglesia, como había sido hasta ese momento. La piedra angular en ese proceso fue la educación. En 1874, José Samayoa, entonces ministro de Educación, explicó con detalle que las metas educativas harían énfasis en “la secularización, la centralización de la administración y el positivismo”.

El nuevo énfasis de la enseñanza, por tanto, sería en las ciencias empíricas de carácter práctico, como un ingrediente esencial del desarrollo económico. Eso provocó la desaparición de las Ciencias Eclesiásticas en el seno de la Universidad de San Carlos de Guatemala después de 1877.

La Reforma, a la vez, permitió la existencia de colegios privados, pero inspeccionados por el Estado, resaltando entre ellos dos instituciones católicas como el Colegio San Ignacio y el Colegio de Infantes, que eran seminarios dedicados a la preparación de futuros sacerdotes. Barrios, a la vez, dijo que esos estudiantes no podrían recibir becas del Estado, a menos que asistieran a instituciones públicas.

Al contrario, apoyaba abiertamente la fundación de un colegio protestante. En 1881 instó a la Junta Presbiteriana de Misioneros Extranjeros de Estados Unidos a que enviaran a un ministro a Guatemala, ofreciendo cubrir los gastos de viaje y vivienda para él y su familia. La invitación fue aceptada y, en 1882, se envió al reverendo John Clarck Hill. El proyecto liberal, en tanto, seguía al frente en su tarea de debilitar el poder de la Iglesia Católica.

La iniciativa presbiteriana, sin embargo, no pudo subsistir debido a la falta de apoyo financiero y a la muerte de Barrios, acaecida en 1885.

Esos sucesos fueron la raíz del arribo de las primeras denominaciones que determinaron el perfil del protestantismo en el país.
la Iglesia Católica, desde entonces, no volvió a tener el mismo poder en el estado. “Tiene injerencia, tanto como las iglesias protestantes, pero no como antes de la época liberal de García Granados y Barrios”, puntualiza Cal Montoya.

Desde entonces, Guatemala es un Estado laico, pero que permite practicar con libertad cualquier religión.

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