Es la morgue de Chilpancingo (estado de Guerrero), vecina de un cementerio de autos y colmada de cadáveres como otras de este país, donde hay unos 52 mil cuerpos sin identificar.
La situación es crítica incluso en la capital. “Esto se está cayendo a pedazos porque los muertos no paran de llegar y las personas siguen desapareciendo“, lamenta Nuvia Maestro, una de las seis antropólogas del Instituto Forense de Ciudad de México.
Detrás de esta situación están la violencia y la precariedad, constató la AFP durante un recorrido por las morgues de Chilpancingo y Acapulco (Guerrero), y diálogos con médicos legistas de otros servicios forenses.
“Nos sentimos muy cansados (…), pareciera que esto no va a tener fin“, confiesa Maestro junto a dos estufas que ella y compañeros compraron de su bolsillo. Allí hierven costillas para retirarles tejidos y determinar la edad de un fallecido.
En redes sociales, Maestro, de 36 años, declara su amor por Clementina -su gata a quien llama “rayo de luz”-, el ciclismo, las chamarras de colores, el vino… Todo lo que le ayude a sobrellevar su labor.
Pese a sus limitaciones, las morgues son la esperanza de familiares de desaparecidos como Guadalupe Camarena, de 62 años, quien da una nueva muestra de ADN para encontrar al menos restos de sus cinco hijos en el estado de Jalisco (oeste), también atestado de cuerpos.
Violencia desbordada
En el servicio forense de Chilpancingo, un empleado ojea en un cuaderno los ingresos de cadáveres. Encoge los hombros cuando se le pregunta por qué no están digitalizados para que los puedan consultar a nivel nacional.
Ventiladores y carretillas dañadas atiborran los pasillos oscuros hacia los frigoríficos, llenos de bolsas plásticas con restos anónimos, observó un equipo de AFP en septiembre. El incienso que queman empleados no oculta el mal olor ni espanta a las moscas.
“Los estudios para confronta (de ADN) pueden tardar meses. Mientras, los cuerpos están en nuestros refrigeradores y la familia dice ‘no nos los quieren dar‘. Esto crea frustración”, reconoce Alfonso Ramírez, coordinador de la entidad.
México, de 126 millones de habitantes, triplicó su tasa de homicidios desde 2006, cuando arreció la lucha antidrogas. Pasó de 9.6 a 28 asesinatos por 100 mil personas en 2021 (35 mil 625 casos).
Los “desaparecidos y no localizados” también se dispararon de 265 en 2006 a 10 mil 366 en 2021, para un total de 108 mil desde 1964. Muchos estarían en tanatorios o cementerios públicos.
El gobierno, que entre enero y octubre reportó 26 mil 119 homicidios (7.1% menos en el comparativo interanual), atribuye la mayoría de crímenes a guerras entre delincuentes.
“¡Ya no cabemos!”
El colapso también se explica por déficits presupuestales, de personal, de laboratorios de ADN rápidos y de un banco único de datos forenses, según expertos.
El Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU estima que en estas condiciones serían necesarios 120 años para analizar los 52 mil cuerpos que documenta la oenegé Movimiento por Nuestros Desaparecidos, gran parte de ellos sin información básica.
“Esta mesa es como la expresión de la crisis: estaba vacía hace cinco o diez años (y hoy) la osteoteca (depósito de huesos) está rebasada. ¡Ya no cabemos!”, afirma Maestro, señalando una plancha con un esqueleto en estudio.
Como agravante, algunos criminales incineran a sus víctimas o las entierran en fosas clandestinas. “Saben cuáles son las áreas que valoramos (para la identificación, como caderas o yemas de dedos) y las destruyen. ¡Es terrible!”, prosigue la antropóloga, subrayando que los cadáveres más maltratados “son de mujeres“.
El gobierno admite como una “omisión muy grave” la falta de un censo de “cuerpos no identificados y de identificados y no reclamados en fosas comunes“.
México carece de “capacidades institucionales para atender el rezago”, afirmó Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos.
Cruel búsqueda
Los forenses también procesan cadáveres exhumados por orden judicial para armar sus fichas, o cuerpos que encuentran parientes en tumbas secretas.
Durante una exhumación, Guadalupe llora aferrada a las fotos de Lucero, Oswaldo, Tonatiuh, Ernesto y José, sus hijos desaparecidos en Jalisco.
“No quisiera encontrarlos así (muertos), pero si no los puedo encontrar vivos…”, afirmó en mayo en el panteón de Coyula. Aún no tiene los resultados.
Empleada doméstica, no sabe de Lucero desde 2016, cuando desapareció en Guadalajara. En 2019 también perdió rastro de sus hijos varones, según ella tras ser detenidos por policías de Ocotlán.
Los presupuestos forenses regionales pasaron de 110 millones de dólares en 2015 a 122 millones en 2020, según datos oficiales. Pero la media de homicidios en ese período subió de 17.16 a 28.3 por cien mil personas.
La nómina, en tanto, aumentó 4% entre 2019 y 2020 a 10 mil 119 trabajadores (81% dedicados a peritajes), lo que especialistas consideran insuficiente.
Esfuerzos incipientes
El impacto de la crisis lleva a tomar terapia psicológica a peritos como Dalia Miranda, coordinadora de las exhumaciones en Coyula. “Encuentras (…) cosas muy feas”, dice.
“Muchas personas pensarán que no hacemos nada, pero realmente estamos trabajando”, defiende su colega René Andraca en la morgue de Acapulco, donde una ficha con el rótulo de “desconocido” cuelga de un pie.
El gobierno ha emprendido acciones como la creación de dos centros de identificación y cuatro de resguardo de cadáveres.
También avanza en la conformación de un laboratorio de genética al que Estados Unidos aportará cuatro millones de dólares. La Fiscalía tiene pendiente crear un banco de datos forenses ordenado por ley.
Mientras fructifican esas iniciativas, Guadalupe revisa semanalmente fotografías de muertos en la morgue de Guadalajara en busca de pistas de sus hijos, rutina que sobrelleva con antidepresivos.
Maestro, en tanto, continúa archivando trozos de costillas en diminutos sobres que, en medio de la impotencia, exhibe como un logro.