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El salario mínimo es el mayor promotor de la emigración

El trabajador concluye que es mejor ser ilegal en un país rico que en uno pobre.

Asistimos, una vez más, al teatro anual de salario mínimo. Mientras los políticos hablan de la “canasta básica” y la “justicia social” desde sus curules (donde ganan 20 veces el salario mínimo), ignoran el dato más cruel de nuestra economía: al imponer un precio al trabajo por encima de su productividad real, el presidente firma órdenes de deportación económica para decenas de miles de jóvenes guatemaltecos.

La alternativa se vuelve evidente: si de todas formas va a trabajar en la ilegalidad, es preferible hacerlo en Estados Unidos.

La lógica económica es implacable y no entiende de buenas intenciones ni de decretos presidenciales. Lo que en realidad hace el salario mínimo es prohibir la contratación de cualquier persona cuya productividad sea inferior al monto fijado por el político. Si un joven en el área rural produce valor por Q2 mil 800, pero la ley obliga a pagarle casi Q4 mil, ese empleo simplemente no nace. El emprendedor no puede contratar para perder, porque se iría a la quiebra, y el joven se quedará sin la oportunidad de aprender y escalar en la formalidad.

Y aquí es donde entra en juego la perversa dinámica que impulsa la migración. Guatemala tiene una tasa de informalidad que ronda el 70% a nivel nacional y hasta el 86% en el área rural, lo que implica que la inmensa mayoría de los trabajadores ya se encuentra fuera de la ley laboral. El sistema, con sus rigideces y costos artificiales, ha hecho ilegal el trabajo honrado. Es decir, el salario mínimo condena a la mayoría de los guatemaltecos a ser ilegales en su propia tierra.

¿Y qué hace el trabajador que queda fuera de la formalidad? Resuelve como puede. El guatemalteco promedio hace un cálculo racional de costos y beneficios. La alternativa se vuelve evidente: si de todos modos va a trabajar en la ilegalidad, es preferible hacerlo en Estados Unidos. Allá, aunque su estatus migratorio sea irregular, el mercado laboral es mucho más libre. La inversión de capital de los últimos dos siglos ha sido tanta que se ha incrementado considerablemente la productividad. Por lo tanto, aun en la ilegalidad, pueden pagarle siete u ocho veces más por el mismo esfuerzo que haría en su país.

Los más de tres millones de connacionales que viven en Estados Unidos no se fueron porque odien su tierra; se fueron porque su propio país les prohibió trabajar legalmente. Cada vez que el presidente sube el salario mínimo sin relación con aumentos en la productividad en el país, amplía la brecha entre la legalidad y la realidad. Está, en efecto, subsidiando la decisión de emigrar. El trabajador concluye que es mejor ser ilegal en un país rico que en uno pobre.

¿Por qué insisten los políticos en esta medida contraproducente? Porque decretar un aumento salarial ofrece beneficios concentrados y visibles: un grupo reducido de trabajadores formales recibe más dinero y aplaude, y el político se toma la foto como “defensor del pueblo”. Los costos, sin embargo, son dispersos e invisibles: el joven que no fue contratado, la microempresa que cerró en Quiché o el agricultor que decidió no expandirse. Nadie hace una manifestación por el empleo que nunca se creó.

Además, el gobierno carga sobre la espalda del empleador sus propias ineficiencias. Las empresas guatemaltecas deben lidiar con carreteras destrozadas, puertos colapsados y una inseguridad rampante. El gobierno, incapaz de proveer infraestructura y certeza jurídica —que son las verdaderas palancas de la productividad—, pretende compensar su fracaso obligando al sector privado a pagar salarios que la economía no genera. Es la receta perfecta para el estancamiento y la emigración del talento.

Debemos dejar de engañarnos. Si queremos que los guatemaltecos se queden, debemos permitirles trabajar formalmente aquí. Mientras sigamos creyendo que la prosperidad se firma en un despacho presidencial, seguiremos viendo cómo muchos guatemaltecos eligen la libertad de mercado en el norte, huyendo de la asfixia regulatoria del sur.

ESCRITO POR:

Jorge Jacobs

Empresario. Conductor de programas de opinión en Libertópolis. Analista del servicio Analyze. Fue director ejecutivo del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES).

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