AL GRANO

Ideología, política, legalidad

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Todos tenemos una manera de ver el mundo. Todos nos explicamos la realidad que nos rodea de acuerdo con unas creencias más o menos fundamentadas. Esos fundamentos pueden ser, por ejemplo, lo que aprendimos de nuestros padres o unas teorías desarrolladas por otras personas que merecen nuestra credibilidad, la religión que profesamos, etcétera. Ninguna persona puede pretender que su ideología sea válida más que para sí misma. Ninguna persona puede imponer su forma de ver el mundo a otra u otras personas, ni siquiera a sus propios hijos. De ahí que todos debamos ser tolerantes de la ideología de todos los demás y así como tenemos derecho a que se respeten nuestras creencias, debemos respetar las de los demás.

' Al PDH no se le puede exigir más que la legalidad. Es un funcionario sujeto a la ley.

Eduardo Mayora

Con base en su personal ideología, cada persona toma decisiones en la vida. Entre otras cosas, para elegir a sus autoridades. En un régimen razonablemente funcional, cada partido político y cada candidato plantean a los ciudadanos una determinada posición ideológica. Si son políticos coherentes, la ideología que proponen como filtro para la toma de decisiones en caso de llegar al ejercicio del poder, coincide con sus propias creencias. Pero puede ocurrir —y en sistemas disfuncionales pasa con frecuencia— que un político proponga una ideología que, realmente, no coincide con la suya. Sin embargo, la propone porque estima que esa forma de ver el mundo merece un respaldo mayoritario y es su camino más seguro para llegar al poder.

Es así que los grandes “reformadores” se sacrifican. Pierden la elección porque se sitúan fuera del centro de “la campana”, en donde se encuentra el votante medio, pero mueven la campana hacia otra posición que crea una nueva ubicación del votante medio.

Los políticos tampoco pueden imponer a los ciudadanos la obligación de votar por ellos. Pueden intentar persuadirlos de que su forma de ver el mundo es la acertada y de que coincide con sus planes de gobierno; pueden intentar engañarlos, dando la apariencia de que sostienen una ideología que, realmente, no es la de ellos; o pueden intentar comprarlos, ofreciendo el uso de los presupuestos del Estado, de las leyes, de las regulaciones, de los servicios públicos, etcétera, para promover los intereses de la mayoría de los votantes, de modo que el ciudadano medio vote por ellos independientemente de su ideología. A esto se llama ahora “populismo”.

Por último está la legalidad. Esto sí que puede y debe imponerse, y por encima de cualquier ideología personal o partidaria. Un funcionario tiene derecho a profesar cualquier ideología y, como todos sus conciudadanos, tiene una forma de ver el mundo. Pero cuando debe hacer valer las leyes, su ideología deja de ser la guía. El funcionario debe interpretar las normas jurídicas que deba hacer valer con razonabilidad y aplicarlas de acuerdo con los principios de igualdad y generalidad. Si se excede en el ejercicio de sus funciones o si deja de ejercerlas como corresponde, un ciudadano afectado debe poder pedir a un tribunal —el de lo Contencioso Administrativo, en el caso de Guatemala— que revise lo actuado por el funcionario y determine si ha actuado o no de acuerdo con el principio de legalidad.

Creo que al procurador de los Derechos Humanos (PDH) no se le puede pedir ni menos ni más. Si una mayoría parlamentaria buscara destituirlo porque su ideología personal sea distinta o contraria a la de esa mayoría, sería ilegal. Si buscara destituirlo porque, según ese grupo de diputados, el PDH ha ejercido sus funciones tratando de imponer una ideología determinada, debieran llevar el caso a un tribunal competente y probarlo.

ESCRITO POR:

Eduardo Mayora

Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona y por la UFM; LLM por la Georgetown University. Abogado. Ha sido profesor universitario en Guatemala y en el extranjero, y periodista de opinión.

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