Miramundo
La indolencia como fenómeno nacional
Somos una sociedad indolente, es decir despreocupada, indiferente y apática. No solemos levantar las posaderas, y muchos menos mover los pies
La inteligencia artificial, útil para muchas cosas, define la indolencia como “la cualidad de ser indolente, es decir, perezoso, flojo, abandonado, apático, despreocupado, o indiferente. También puede significar un hábito de pereza, especialmente cuando se trata de evitar el trabajo” ¿Le suenan los términos cuando mira a su alrededor? Pues a mí sí, y me convencen. Somos una sociedad indolente, es decir despreocupada, indiferente y apática. No solemos levantar las posaderas, y mucho menos mover los pies, aunque nos abusen permanentemente, pero siempre esperamos que venga alguien y lo haga por nosotros. Nos habituamos a padecer no importa qué encarnizamiento, con la estoicidad del conformista; del cobarde, le denominarían algunos.
Para compensar tan practicada costumbre solemos quejarnos con frecuencia, pero siempre de forma prudente, vaya a ser que alguien nos escuche y háganos pagar tal osadía. Así que en círculos íntimos, de amigos, familiares o después de que don Baco se cebe con nosotros, son momentos en los que la sensatez suele aparecer momentáneamente, aunque con efecto poco duradero.
No nos inmutamos mucho por los casi tres mil homicidios anuales, los más de sesenta mil —¡oyó bien!— embarazos de madres adolescentes hasta 19 años —casi 2,300 de menores de 14 años—, la enorme cantidad de accidentes de tráfico que consume una sustancial parte del presupuesto de Salud Pública, la falta de internet en la inmensa mayoría de las escuelas públicas del país —más de 20,000— o los socavones que encuentra usted y las llantas y amortiguadores de su vehículo, tanto en carreteras como en la ciudad.
Permitimos idéntico chapuz en la selección y posterior designación de jueces y magistrados, y cada cuatro años practicamos nuestros dos minutos del odio.
Eso sí, somos buenos para quejarnos —siempre con la discreción antes apuntada— por las dos horas de tráfico para llegar al trabajo y de las otras dos para regresar a casa, y sin pestañear olvidamos que votamos a los mismos alcaldes que descuajeringaron el transporte público, que por cierto era malísimo. Ahora, la escasez de autobuses ha hecho que aparezcan los “taxis piratas”, muchos de ellos controlados por las maras, y en los que se viola, abusa y roba. También solemos lamentarnos —con cautela— de los abusadores motoristas que circulan sin luces, entre los vehículos o por las aceras, pero cerramos bien las ventanillas y no nos atrevemos a censurar su comportamiento, esperando, como es habitual, a que otro lo haga y corrija lo que uno no es capaz de hacer por prudencia, o cobardía. Es posible que don Jorge Manrique tuviera alguna vida anterior por estos lares, particularmente antes de escribir Coplas por la muerte de su padre, porque el verso en el que indica: “…contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando…”, es difícil que lo hubiera escrito sin esta triste experiencia de la indolencia social que practicamos. Repetimos, continua y contumazmente, a los mismos políticos, a quienes elegimos sin compasión propia. Permitimos idéntico chapuz en la selección y posterior designación de jueces y magistrados, y cada cuatro años practicamos nuestros dos minutos del odio, pero mucho más discretamente que en la propuesta orweliana. ¡Ni eso lo hacemos bien!
Supongo que para compensar celebramos ruidosamente el mes de la independencia, seguido por el de la revolución. De ahí a Navidad, un pequeño paso que nos hace terminar el año para comenzar diseñando una lista de intenciones incumplibles que nos lleve a otro período de tiempo en el que es muy probable, como marca la historia, que no hagamos nada por cambiar, justamente por la indolencia. Y es que la libertad conlleva acción y la consecuente responsabilidad de los actos, y me da que no estamos dispuestos a lo segundo.