LIBERAL SIN NEO
Lecciones de 20 años de ocupación
El domingo 15 de agosto, las fuerzas del Talibán ingresaron a la ciudad capital de Kabul, encontrando muy modesta resistencia. Por la tarde se supo que el presidente afgano, Ashraf Ghani; el vicepresidente y el jefe del Congreso habían huido del país. Las fuerzas leales abandonaron su puesto y el ejército afgano dejó de existir. Esa misma noche, el Talibán ocupó el palacio presidencial, bajó la bandera que ondeaba e izó la propia; al día siguiente proclamó la restauración del Emirato Islámico de Afganistán y la República llegó a su fin. La embajada de EE. UU., construida a un costo de US$700 millones, bajó la bandera y evacuó a su personal. El aeropuerto de Kabul es el único reducto que queda en manos de la fuerza de EE. UU., que ocupó y quiso administrar y modernizar Afganistán durante dos décadas.
' EE. UU. no puede construir las instituciones en Guatemala con ingeniería social prefabricada
Fritz Thomas
El presidente Biden y sus voceros declararon que todo formaba parte del plan y era culpa de Trump. Pocas semanas antes, Biden manifestó que sería altamente improbable que los talibanes tomaran Afganistán, ya que el ejército de ese país estaba tan bien equipado y entrenado, refiriéndose a los miles de millones de dólares en armamento y equipo donado por EE. UU. —contaba con 300 mil efectivos frente a 75 mil talibanes—. La velocidad con la que el Talibán tomó control del país tomó a todos por sorpresa, especialmente a los servicios de inteligencia estadounidenses. Ahora los talibanes cuentan con aviones, helicópteros, tanques, vehículos, sistemas de radar, armamento y sofisticadas bases militares y aéreas, cortesía de EE. UU.
Después de los ataques terroristas del 11 de septiembre en los que se usaron aviones comerciales como misiles suicidas, EE. UU. exigió al gobierno talibán en Afganistán que entregara al autor intelectual, jefe de Al Queda, Osama Bin Laden. Luego de que los talibanes se rehusaran, EE. UU. invadió Afganistán, derrocó al gobierno talibán y se quedó 20 años. Quizás lo más certero que dijo el presidente Biden fue: “Queda a la población de Afganistán decidir qué tipo de gobierno quiere, no a nosotros imponer el gobierno a ellos”. A costa de muchas vidas y tesoro, sería una lección duramente aprendida, pero dudo que se haya aprendido.
La misión en Afganistán, que originalmente era evitar que desde ese país se organizaran ataques terroristas, pasó a ser menos de carácter militar y más de ingeniería social, “construir instituciones”, con la idea de que la paz y la prosperidad llegaría con la democracia, derechos humanos, educación e infraestructura; el país podría convertirse en una sociedad moderna. Todo con financiamiento y “ayuda” internacional de los países ricos, planes y proyectos de sus burócratas expertos en construir el desarrollo y la democracia. Gran parte de la ayuda fue a las cuentas bancarias y estilo de vida de políticos y funcionarios afganos dedicados al ordeño. Las instituciones occidentales y la insistencia en políticas de género no pegaron raíces en una sociedad tribal con antiguas tradiciones y costumbres propias.
Ahora que EE. UU. se propone firmemente atacar la “raíz de las causas” de la ola migratoria desde el Triángulo Norte, vale la pena preguntarse qué ha aprendido de Afganistán. En este contexto, probablemente nada. Al mejor estilo del exembajador Todd Robinson, pisando fuerte, continuará escogiendo entusiastas aliados locales —incluyendo varios en el exilio— para tratar de imponer soluciones a su imagen y semejanza, con planes y proyectos fraguados en Washington. La lección local es que EE. UU. no puede construir las instituciones en Guatemala con ingeniería social prefabricada, eso tiene que hacerse aquí.