La buena noticia
Quetzaltenango, medio milenaria
No podemos aceptar el presente negando su pasado.
El día en que la Iglesia celebraba la fiesta de Pentecostés en 1524, fue fundada la ciudad de Quetzaltenango, que por eso ajusta el medio milenio de existencia. Junto con la ciudad se fundó también la doctrina del Espíritu Santo, que actualmente es la Catedral Metropolitana de Los Altos. Según la mentalidad de la época, era impensable la administración política de una ciudad sin la correspondiente administración eclesial. Seguramente el primer edificio en que operó la actividad evangelizadora fue construido años después. Pero desde entonces, en el solar donde actualmente se levanta la Catedral de Los Altos, siempre existió una iglesia. La actual es del siglo XX.
La Municipalidad de Quetzaltenango organiza diversas actividades culturales, civiles, protocolarias y una misa de acción de gracias para los días 14 y 15 de mayo. La parroquia del Espíritu Santo, por su parte, también organiza actos religiosos y culturales para evocar el inicio de la evangelización de los pueblos de estas tierras.
Hace 500 años iniciaron las actividades políticas y comerciales, evangelizadoras y culturales que a través de las vicisitudes históricas nos han dado el presente en que estamos. Y así como no todo está bien hoy, no todo estuvo bien al principio. Y así como valoramos y apreciamos muchos aspectos de nuestra vida civil y religiosa hoy, también miramos con admiración las gestas constructivas de aquellos orígenes.
Aquellos primeros exploradores y luego administradores de ciudades; aquellos primeros evangelizadores y luego organizadores de la vida de la Iglesia actuaban con base en principios que hoy nos resultan ajenos. La religión católica, su teología y su liturgia eran el marco de referencia para descubrir y proponer el sentido de la acción política, cultural y social. La salvación del alma para la vida eterna era el bien supremo que guiaba a aquellos hombres, aunque algunos buscaran solo oro y poder. Dos siglos antes de la Ilustración y tres antes de la Revolución Francesa, sería un anacronismo pedirles que pensaran la realidad sin Dios, que hubieran practicado la libertad de religión y la separación de Iglesia y Estado. Las guerras se peleaban en América antes de la llegada de los españoles con la misma violencia que los europeos peleaban las suyas. Pueblos oprimían a pueblos. Cuando Pedro de Alvarado llegó por estas montañas acompañado de un ejército de colaboradores mexicanos, los cakchiqueles vieron en ellos al socio providencial para derrotar a los adversarios locales. Las dos guerras presentes en las noticias actuales dan muestras constantes de que la brutalidad aflora cuando nos ponemos belicosos. La brutalidad es defecto de humanidad que no debe impedir valorar y apreciar los logros, proezas, beneficios y mejoras que somos capaces de hacer y que aquellos españoles también realizaron.
Cuando aquellos frailes explicaban que el mundo tuvo su origen en un Dios que nos amó y envió a su Hijo a morir por cada uno y prometió a los creyentes la vida eterna más allá de la muerte debieron abrir horizontes nunca imaginados. Cuando enseñaron los mandamientos para guiar nuestra libertad siempre frágil y refractaria a cumplirlos, quienes los escuchaban debieron comprender que Dios no aprobaba los atropellos que se cometían incluso en su nombre. La fe se impuso porque en la convicción de aquellos evangelizadores era lo mejor que podían hacer por la población autóctona. Era una fe que reconocía en cada indígena la dignidad de persona, creada a imagen de Dios y llamada a ser hijos de Dios herederos de la vida divina. No eran salvajes para el exterminio, sino personas con quienes compartir el destino prometido por Dios a los creyentes.