CATALEJO
Diez y cinco años en una orfandad
Huérfano es un niño a quien se le han muerto su padre y/o su madre. Sin embargo, en sentido figurado es posible serlo. A mí me tocó pocos días después de cumplir 60 años, cuando mi madre se fue hacia el infinito y el tamal de Nochebuena fue acompañado esa vez con el dulce de manzanilla iniciado por ella la última tarde de su vida. Cinco años después, mi padre decidió ir a acompañarla. Lo anunció y lo cumplió. Tengo mi esposa de hace casi medio siglo, mis hijos y mis nueve nietos, cuya presencia en esa cena navideña me llena de amor. Pero el recuerdo de los dos iniciadores de esta generación hace presencia, y aunque esté convencido de su encuentro eterno, su ausencia física contribuye a la melancolía presente para mí en toda Navidad.
A lo largo de los últimos quince años, mi artículo del 24 de diciembre se ha referido a diversas facetas de la tristeza navideña. Me refiero a una larga lista, en la cual cabe mencionar a la ausencia temporal o definitiva de un ser querido, la lejanía desde donde se pasa esta fundamental fiesta de la cristiandad, la felicidad de los niños, la fortaleza sin igual de los motivos religiosos para celebrarla, la importancia de mantener las tradiciones de las fiestas, la melancolía de sospechar la posible escasa cantidad de navidades restantes, la esperanza porque los niños, al asistir a la casa de algún miembro de la familia para celebrar y con ello fabricar recuerdos, importantes porque cuando sean adultos aceptarán a la historia como aquello recordado, aunque no corresponda a la realidad.
Esa realidad ataca a demasiados adultos y, sobre todo, niños. Las sociedades se conocen de la manera como tratan a los niños y los abuelos a causa de la desproporción de su número, la tendencia natural es preocuparse por quienes tienen el futuro al frente, y olvidarse de aquellos cuyos horizontes muestran atardeceres. Culturalmente, la sociedad guatemalteca, cuando tiene las posibilidades, no deja al lado a los abuelos, como sí se hace en muchas culturas del actual mundo occidental, donde se recurre a asilos para dejar allí a quienes de alguna manera son considerados como gente cuyo papel en la vida es solo esperar la muerte, convertida en libertad definitiva para reencontrarse con sus seres queridos anteriores, a consecuencia del olvido de los actuales.
Pero la navidad tiene, a pesar de todo, la relación directa con los elementos positivos del ser humano. Aunque sea por un momento, en cada uno de nosotros renace en cierta forma la inocencia de la infancia. Es una tregua con la realidad, amarga y dolorosa, presente sobre todo cuando se piensa en la sociedad como un conjunto. El viejo y fundamental mensaje de llevar paz a los seres humanos de buena voluntad, se hace presente. La figura del Niño Jesús trasciende lo puramente religioso porque es un llamado a esa calidad humana desafortunadamente tan ausente a causa de ideologías, teorías económicas, descuidos, egoísmos y, en general, los defectos humanos.
Mi mensaje navideño esta vez va dirigido a ese pequeñísimo porcentaje de la población guatemalteca, integrado por quienes han acumulado vida a lo largo de doce lustros, o más. Les sugiero recordar, porque la realidad es aquello llevado por los recuerdos, cuando se vuelve a vivir cuantas veces uno lo desee. Les sugiero también saber valorar la presencia de las generaciones posteriores, porque un beso de los hijos o de los nietos es para los abuelos tan importante como el de quienes ya se encuentran en el atardecer. La ventaja de quien recuerda es su capacidad de escoger los momentos lindos, felices, tranquilos. Y también no pensar en la soledad y en la orfandad de los padres, sino en los lejanos momentos cuando ellos podían demostrar su amor.