EDITORIAL

Bandada de quetzales

Todavía resuenan los aplausos y la alegría colectiva desatada por el triunfo de la cantautora guatemalteca Gaby Moreno, el domingo último, en la categoría Mejor Álbum Latino de los Grammy, premios de la Academia Estadounidense de Grabación: un éxito precedido por 20 años de creciente trayectoria, ejemplar perseverancia y creatividad que fusiona tendencias musicales contemporáneas con fuertes contrastes de jazz y blues, pero con un trasfondo de sensibilidades y connotaciones muy guatemaltecas.

También estaba nominada la guatemalteca en otra categoría, como productora del álbum Vida, de la legendaria cantante cubana Omara Portundo, en donde hace gala de amplio sentido técnico cultivado entre cuerdas, vientos y sonidos de constante experimentación, colaboraciones con destacados artistas de varios géneros y sobre todo una actitud de sencillez. Tras varias candidaturas sin lograr premio, la guatemalteca se alzó con el gramófono, algo que alegró a muchos, excepto a un vocalista colombiano, afectado por el mal humano de la envidia, que intentó ningunearla.

Una de las claves que pueden marcar un mayor cambio en el optimismo, la visión prospectiva y el aprecio del talento guatemalteco, que abunda en todas las generaciones, es la de saber admirar los valores y actitudes que estos triunfos testimonian. A veces, casi a semejanza del malhumorado cantante que no ganó, se le regatean méritos a quienes triunfan, ya sea por su origen, su localización geográfica y hasta por simple atribución a la “suerte”.

Este fenómeno, usualmente representado por una olla de cangrejos —que jalan ferozmente al que casi logra salir del balde—, a menudo dificulta la multiplicación de logros en todas las disciplinas. No solo en la música, también en las artes visuales, la academia, el desempeño profesional, la docencia, el deporte, la proyección social y hasta en la literatura; la amenaza de tijereteo del éxito ajeno por el simple hecho de ser de alguien más. Hay derecho al propio gusto, por supuesto, y también a la libre expresión, claro que sí. Pero podríamos ser un poco mejores si por un momento nos dejáramos admirar por el sueño diferente, que puede inspirar nuevos alientos para el propio camino.

El año pasado ganó un premio internacional el proyecto científico de un mototaxi solar desarrollado por jóvenes guatemaltecos. Hubo elogios, pero también múltiples mofas para un esfuerzo legítimo, visionario. Días antes de la pandemia se lanzó al espacio el primer satélite hecho en Guatemala, el Cubesat o Quetzal-1, cuyo desarrollo demoró mucho más de lo esperado, pero que finalmente fue llevado a la estratósfera. Hubo felicitaciones, pero también escepticismo, cuestionamientos sobre su relevancia o la duración breve de su funcionamiento en órbita. Pero fue un logro histórico que debería estar en los pensum de Ciencias Naturales de todos los grados, porque de este hito podrían nacer las nuevas mentes científicas del país.

Y lo mismo vale decir de cada premio, logro o reconocimiento guatemalteco, sean artistas, intelectuales, empresarios, publicistas, voluntarios, migrantes, cineastas y tantas ramas creativas que se enraízan en esta tierra de cultura milenaria. Debe desaparecer la olla de cangrejos para ver al cielo y admirar una inmensa bandada de quetzales.

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