PRESTO NON TROPPO

Fin de una guerra, inicio de otra

Paulo Alvaradopresto_non_troppo@yahoo.com

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Es la de nunca acabar. Guerra tras guerra. De una conflagración a otra – y vaya que esta palabra es imagen de la guerra: inflamar, hacer arder, no solamente los ánimos, sino comunidades, ciudades, naciones enteras; destruirlas con el fuego más oprobioso del proceder humano.

Hoy, hace precisamente cien años, se firmó y entró en vigencia el Armisticio de Noviembre. Una acción que nominalmente puso fin a la Primera Guerra Mundial, en “la undécima hora del undécimo día del undécimo mes” de 1918. Iniciada cuatro años antes cuando el imperio de Alemania optó por respaldar al imperio de Austro-Hungría en su pugna contra Serbia y decidió actuar militarmente en dos frentes simultáneos contra Francia y contra Rusia, la así denominada “guerra para terminar con todas las guerras” resultó en uno de los crímenes colectivos más absurdos y devastadores de la historia. Apenas dos décadas después, con un pronto y nuevo acuerdo para ratificar el armisticio y pretender que se evitara otro conflicto de magnitud semejante –el tratado de Versailles–, estalló una contienda todavía más atroz, la Segunda Guerra Mundial. Una de las causas fue, paradójicamente, la tregua misma, debido a que las condiciones impuestas a Alemania fueron tan severas, que lo que se logró fue alimentar el descontento de ese pueblo y el fanatismo nacionalista. Han transcurrido casi tres cuartos de siglo desde entonces y, sin embargo, aun cuando no se ha declarado una tercera guerra de proporciones globales, las ofensivas bélicas, la destrucción masiva, los genocidios y el luto por millones de civiles que nunca quisieron saber nada de ninguna guerra, todo eso continúa al orden del día en la mayoría del planeta.

La cuestión puede parecer poco relevante para Guatemala, especialmente para las generaciones jóvenes que ni siquiera se interesan en los conflictos armados de su propia tierra – y, esto, a pesar de las maniobras gubernamentales que nos están volviendo a encaminar, de a poco, a un nuevo fratricidio. Pero, a partir del momento en que Estados Unidos comenzó a ver afectados sus intereses y dispuso tardíamente intervenir en aquella guerra europea, en nuestro país también se operaron transformaciones negativas adicionales a las que se habían dado con anterioridad, siempre con la complicidad del gobierno y de los diputados de aquel tiempo. Sobra recordar que sus malos efectos persisten hasta la fecha.

Menos relevante aún podría antojarse la conexión entre la ignominia del militarismo y las manifestaciones del arte y de la cultura. Empero, si la función primordial del arte y de la labor artística es la celebración de la vida, es preciso plantear una pregunta: ¿qué es lo que se está celebrando, cuando se conmemora ese armisticio, ese alto al fuego? De repente no sólo es el fiasco de una guerra para acabar con la guerra, sino la ironía de una paz para acabar con la paz. Es un acertijo cuyo enredo se ve sustantivado por el hecho que el armisticio del 11 de noviembre no se celebra en el país que forzó ese tratado. Hoy día y tras su fracaso militar en Corea, en lugar del armisticio se celebra el día de los veteranos de guerra… es decir una fiesta por quienes han empuñado armas para ir a defender lo indefendible. ¿Puede adscribirse el arte –si es honesto– a la celebración de este supuesto heroísmo, el heroísmo de matar y hacerse matar por razones que no son sino la institucionalización y sacralización de la violencia? ¿Podemos los artistas, en especial quienes nos dedicamos a la música, rendir homenaje a la inverosímil hazaña de alzarnos en armas para quitarle la vida a otro, a otra, si eso es justamente lo que más contradice el espíritu del arte?

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