TIERRA NUESTRA

Fortaleza indígena: de la resistencia a la esperanza

Manuel Villacorta manuelvillacorta@yahoo.com

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En 1524 se consuma la  conquista española ante la población vernácula, asentada territorialmente hacia más de 10 mil años en esta región.  El fenómeno  implicaba  una brutal estrategia de dominación. Dominación política, económica, religiosa y cultural. Una de las obras que más me impactó al estudiar ese fenómeno, fue The Sons of the Shaking Earth (Los hijos de la tierra atormentada), del historiador judío, Eric Wolf. Los invasores peninsulares poseían consumada experiencia militar.  Wolf describe por ejemplo el uso determinante de armas de fuego, armaduras metálicas que no solo usaban militares españoles, eran colocadas también sobre los cuerpos de  inmensos caballos que debieron generar el efecto visual y sicológico hoy logrado por los tanques de guerra. Traían —explica— jaurías de perros especializados para el ataque. Y aberrantes tácticas de impacto sicológico, como ocurrió en el río Xequijel, en donde restos de víctimas  fueron esparcidos para que las aguas anunciaran pueblos abajo, lo que implicaba no aceptar el sometimiento del nuevo colonizador. Historia fuerte sin duda, para aquellos que por linaje o pretensión social se consideran ibéricos o conservadores. Más de la mitad de la población originaria que habitaba lo que hoy es México y Centroamérica, fue eliminada. Por ello el posterior auge de las economías agrícolas y mineras en la región, hizo necesaria la movilización de mano de obra humana procedente de África.

Con el transcurrir de los siglos, el modelo económico se basó en la agricultura. Hasta llegar al cultivo extensivo, ubicado en la boca costa del país, región plana, fértil, húmeda y privilegiada, que colinda con el mar pacífico. A esas grandes unidades productivas se les denominó latifundios, que eran trabajados por campesinos indígenas, transportados sin piedad desde sus comunidades ubicadas en el occidente del país, hacia esas cálidas regiones. Una vez terminaban sus labores según la época, los indígenas regresaban a sus tierras situadas en el altiplano, menos productivas, ajenas al desarrollo agropecuario, denominadas minifundios. Así esa relación latifundio-minifundio, pudo mantener la economía agrícola de Guatemala por cientos de años. Una parte del año el indígena aportaba su vida y su trabajo a cambio de un salario. El resto del tiempo regresaba al occidente a cultivar frijol, maíz y hortalizas.

No se puede negar que en ese modelo nacen, crecen y se reproducen el racismo, la exclusión y la marginación de la población indígena. Negarlo sería negar la historia misma. La población vernácula o indígena, resistió. Fue luchando por sus espacios y sus derechos. Y a pesar de que sigue siendo de la cual dependemos todos, en cuanto a la producción de alimentos en el país, se ha superado. Sus niños cruzaron ríos y veredas hasta llegar a sus escuálidas escuelas y aprendieron a leer. Muchos jóvenes indígenas ingresaron a las aulas universitarias, graduándose de profesionales. Se han organizado mejor y sin perder sus raíces. Con su derecho consuetudinario, con sus autoridades ancestrales y con la bendición de sus dioses para iniciar ahora, esa ruta política que les posicione de nuevo, como lo que siempre fueron hasta antes de 1524: seres humanos, pobladores del mundo, vida y esperanza en este caso, para este atormentado país, en donde al lado de ladinos, xincas y garífunas, buscan con esperanza y decisión la ruta que nos lleve a una Guatemala distinta. Organización y participación son imprescindibles. En sus líderes y en sus autoridades ancestrales recae ahora, la histórica responsabilidad de favorecer la unidad para alcanzar el objetivo.

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