EDITORIAL

La ética pública como imperativo

El saqueo que un grupo de maleantes se dedicó a hacer del sistema de recaudación de impuestos revivió el viejo debate sobre la calidad moral de la dirigencia política y de quienes se convierten en sus más cercanos colaboradores y funcionarios en el poder.

Esa apropiación indebida del erario pinta al aparato público muy lejos de su misión: no como administradores responsables a quienes la sociedad confía su hacienda, sino como una horda borracha de ambición, que se dedica a sustraer hasta el último centavo.

El expolio de las arcas públicas a través de diversos mecanismos, desde los más alambicados hasta los más descarados, constituye el centro de una tragedia que carcome las entrañas de muchas democracias, en cuyos gobiernos se refugian oportunistas disfrazados de políticos, convertidos en voraces que si bien encuentran cómplices también tienen detractores y denunciantes que dan el primer paso para llevarlos ante la justicia.

Es innegable que el país avanza con pasos torcidos desde hace ya décadas, y se cuentan por miles de millones los fondos perdidos a causa de la irresponsabilidad de funcionarios, contratistas y corruptores. Lo peor es que en algunos casos los propios mandatarios piñatizan los bienes públicos, no sin antes asegurarse suculentas tajadas por medio de terceros o empresas fantasmas fabricadas de la noche a la mañana.

De hecho, la rapiña nunca ha parado. Cuando ya no había empresas públicas para vender, se empezó a medrar con los millonarios proyectos o con desproporcionadas y amañadas adquisiciones de bienes y servicios que poco o nulo beneficio han traído para la población y solo se han traducido en un inmoral enriquecimiento de gente cercana al poder. En muchos casos, por haber sido financistas de los candidatos, que se hunden en peroratas durante las campañas pero que luego se convierten en títeres al servicio de sus patrocinadores.

El Organismo Ejecutivo desde hace tiempo no ha estado fuera de esa vergonzosa cadena de depravación de la función pública, por indolencia y complicidad. En el caso actual, se permitió que gente cercana a la Vicepresidencia dirigiera una banda de robo de ingresos aduanales. Esa nefasta inclinación al latrocinio la había mostrado antes el Poder Legislativo, con leyes hechas a la medida o que permitían una extorsión al Estado, para apoderarse de recursos públicos mediante obra gris fraudulenta.

El aparato democrático ha sido pervertido para dar lugar e incluso proveer fachada legal a este imperdonable latrocinio, algo lamentable, pues la población desconfía y se desencanta cada vez más con este sistema. Pese a ello, partidos y caudillos políticos insisten en preservar sus privilegios y prolongar su irresponsabilidad al anteponer excusas para exculparse de los excesos que cometen sus subalternos, sin darse cuenta de que la ética pública no es una pantomima, sino un imperativo cuya luz los desnuda a través de sus acciones u omisiones.

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