EDITORIAL

Las turbas no deben gobernar de hecho al país

El poder de las turbas parece incontenible en estos tiempos. Sus dirigentes instigan a la violencia y estimulan la comisión de delitos desde el anonimato para alcanzar sus objetivos a través del uso de la fuerza. Son medios violentos para impunemente quebrantar el estado de Derecho a favor de causas inconfesables.

Baste recordar que, hace dos semanas, una turba tomó por asalto la casa de máquinas de la hidroeléctrica Chixoy y, luego de permanecer varios días en el área, el grupo amenazó con que quemaría las instalaciones, lo cual hubiera significado un grave daño para el país, pues allí se genera cerca del 30 por ciento de la electricidad. A ese incidente siguió un ataque contra la hidroeléctrica Ixquisis, en Huehuetenango, suceso que incluyó el homicidio de uno de los trabajadores de esa obra.

Y mientras eso ocurría, desde otra parte del país se colocó en las redes sociales el ataque a puñetazos y patadas de un grupo contra trabajadores de una empresa distribuidora de electricidad. Los tres casos citados contra el sector hidroeléctrico suponen una embestida de bandoleros contra uno de los factores estratégicos de estabilidad nacional.

Indudablemente, la masa humana tiene poder cuando es dirigida a violentar la ley y perturbar la paz. No legitima sus actos, pero se atiene por experiencia a integrar un grupo y su clandestinidad a que nadie les hará frente. Algo así ocurre cuando los tribunales intentan aplicar la ley y las turbas los presionan para obligarlos a fallar favoreciendo determinados intereses que no necesariamente coinciden con la justicia ni menos con la ley.

Esto último ocurrió hace poco más de una semana en Cobán, cuando otra turba llegó a exigir que se absuelva de cargos documentados por el MP de secuestro y robo al encarcelado dirigente magisterial Bernardo Caal. Los ejemplos citados plantean un escenario donde el orden público debe ser salvaguardado para garantizar el cumplimiento de la ley.

Cuando las turbas atacan las hidroeléctricas, minas o fincas en cualquier parte del país, lo hacen cobardemente, porque saben que una acción defensiva de los encargados de la seguridad generará crisis mucho mayores y sacarán provecho del escándalo.

Mucha más grave es la presión sobre juzgadores, como ocurrió en Cobán, cuando la turba retuvo por varias horas al tribunal para fallar a favor de Caal, aun y cuando se documentó su acción delictiva al cometer delitos graves y que ofenden a la sociedad en general. Lo delicado de este tema es que se ha tomado como rehenes a los representantes de la justicia y se les quiere violentar para que eviten emitir una condena contra quien no ha dudado en provocar ese tipo de presión contra el sistema.

Años atrás, un político comentó que cuando se gobierna han de tomarse decisiones que a veces tienen opciones malas o peores, pero que no pueden esperar otro momento. En el caso de conservar el orden público, la sociedad como tal debe entender que la acción de unos cuantos por violentar el orden público debe ser contenida. Si eso no se toma en cuenta y se permite que la presión de las turbas impere sobre el interés genuino de la ley y la justicia, la nación habrá perdido una batalla importantísima de la cual podría no haber retorno.

¿Cuál es la mejor manera de responder a la presión de las turbas? Solo existe una forma: la aplicación de la ley. Quienes presionan deben ser castigados. Quienes delinquen deben ser sentenciados. Sin esa convicción, los ciudadanos estarán a merced de quienes prefieren el uso de la fuerza para alcanzar sus objetivos.

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