VENTANA

Más Rositas

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La  reflexión de este viernes  surge   de una escena  que veo  casi todos los días,  a las 7 de la mañana,  durante el embotellamiento del tráfico,  en la vía donde confluyen los vehículos  que bajan  de la carretera a El Salvador  hacia la ciudad y   los que suben  hacia  Santa Catarina Pinula.  Veo a  un papá con  su pequeña hija. No  tiene más de  7 años. Bajan  por  el camino de  tierra que queda a un costado de la carretera y  que las personas utilizan como banqueta,  porque no existe otro espacio para caminar  en  el  tráfico denso  de esa hora pico.  Los miro cuando caminan    hacia la  parada del  bus urbano que se encuentra  unas  calles  más abajo. A la niña le puse el nombre de Rosita.  Al papá le llamo Lorenzo. “Rosita es el vivo  retrato de su papá”,  agregó el Clarinero.  Lorenzo carga en su hombro derecho  la  pequeña  mochila de su hija.  Admiro cómo la  conduce  de la  mano, con cariño,  entre las piedras y el lodo, sosteniéndola  para que no se resbale o  se ensucie los zapatos.  Le habla con tranquilidad.  Rosita lo escucha atenta. Lo  mira  cautivada, le sonríe y trata de seguir sus instrucciones.  Es evidente que lo quiere mucho.

Rosita va muy bien peinada, con dos trenzas. Otras veces, con una cola anudada por una moña azul del mismo color del uniforme limpio y nítidamente planchado que usan en su escuela. La escena es encantadora. ¡Me anima a creer que otra Guatemala sí es posible! Los extraño cuando no nos cruzamos por la mañana. Aunque en la escena no aparece la mamá de Rosita, es muy fácil imaginarla. La llamo Marta. Adivino despertándola muy temprano para arreglarla, para preparar el desayuno familiar y la refacción que coloca adentro de su pequeña mochila. Asumo que Marta también trabaja, pero su ruta no es la misma que la de su esposo y su hija.

Por instantes imagino a Lorenzo y a Rosita como una barquita sorteando los innumerables obstáculos en las aguas de nuestra ciudad hostil. Cerca de la humilde vivienda, asentada en el borde de un barranco, no existe un espacio verde para que los niños jueguen libremente. Además las maras los acechan. El aire contaminado por los gases que emiten los vehículos (el CIV y las municipalidades siguen sin actuar) los enferma eventualmente. Las gigantescas vallas comerciales son muros que tapan el cielo mañanero. Así, y todo, Rosita parece feliz. Lo adivino por su rostro relajado. Mi voz interna me recuerda que los niños con padres cariñosos, que se comunican con ellos, que están presentes en sus vidas, reciben la seguridad que necesitan para enfrentar los problemas de la vida desde muy pequeños. No hay familia perfecta, pero cuando en su seno, como ocurre en el hogar de Lorenzo y Marta, se fomentan valores como el amor, el respeto y el esfuerzo del trabajo honesto, la familia se salva de naufragar. Lorenzo y Marta tejen la posibilidad de un futuro promisorio para Guatemala en Rosita. Pero, ¿hasta cuándo soportarán la eterna tormenta de la violencia, sin el apoyo de un Estado que brinde servicios de salud, sana educación y vivienda a su población?

Cuando Rosita y su padre desaparecen de mi vista le pido a Dios que los proteja. Que el bus los lleve sin novedad a su destino. Que Rosita sea una de las muchas niñas que no sean agredidas por algún malvado criminal. Las mujeres y las niñas son las más vulnerables en Guatemala. Rosita como adulta cargará su pasado en su presente. Aquellos momentos felices de niña, cuando bajaba sostenida por la mano fuerte de su padre, que le permitía saltar alegremente sobre los charcos para no ensuciarse los zapatos, serán determinantes en las decisiones cruciales que le presentará la vida. ¡Guatemala necesita más Rositas!

clarinerormr@hotmail.com

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