TIEMPO Y DESTINO

Niños del tercer mundo son víctimas del sistema

Luis Morales Chúa

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Estos días he creído ver un incremento en el problema de la mendicidad, fenómeno que se manifiesta públicamente en muchos lugares de esta capital, de las cabeceras departamentales y de otros escenarios más, donde se mantienen personas en las calles extendiendo la mano en solicitud de “una ayudita, por el amor de Dios”.

En las calles de las zonas comerciales del sur de esta ciudad, deambula un mendigo que tiene amputadas las manos y sostiene con los muñones una bolsa de lona. Casi no habla, sonríe y muestra a los conductores de automóviles sus brazos mutilados y la bolsa.

Hay otros en sillas de ruedas y no faltan mujeres que cargan a niños de corta edad, de caras pálidas y enfermizas.

Las autoridades nacionales de distintos países atienden la mendicidad en variadas formas.

El Estado español, por ejemplo, concede subsidios a los mendigos. Y estos días han dispuesto exigirles una declaración jurada para determinar el monto de los beneficios que obtienen por practicar la mendicidad “como trabajo”. El propósito es reducirles el subsidio, de acuerdo con las utilidades obtenidas. Darles más a los que recaudan menos, y menos a los que tienen mejor suerte en el período bajo control gubernativo. En una ciudad de la India, en cambio, la mendicidad ha sido prohibida.

Los mendigos son reflejos de una pobreza humana de inmensas dimensiones y no satisface para nada el intento de justificar el fenómeno diciendo que, al fin y al cabo, en todos los países la mendicidad existe. Y es que hay mendigos en casi todas partes. En los Estados Unidos, con sus 25 millones de pobres, se ve a personas pedir limosna en lugares públicos y hay algunas que buscan objetos o alimentos en recipientes de basura colocados en lugares públicos.

A finales del siglo pasado fue emitida en Nueva York una ley que prohibía las actividades mendicantes; pero, en 1992, un juez declaró inconstitucional esa ley y los pordioseros recobraron el derecho a solicitar dinero a los transeúntes.

En Guatemala hay algo que debe preocupar. Es el aumento de la mendicidad infantil. Cada vez se ve a una mayor cantidad de niños en las calles pidiendo limosna.

Se trata de una consecuencia del aumento de la pobreza extrema, en general. Y el problema es que las instituciones públicas no tienen medios para hacer frente a esa situación. Falta, por otra parte, una política de Estado dirigida a la atención integral de esa parte importantísima de la población.

La falta de ayuda estatal es lo que ha movido a esos hombres y mujeres, llevando consigo a niños de corta edad, a caminar miles de kilómetros con la idea de entrar a un país donde el nivel de vida de la población es de los mejores del mundo.

La muerte de esos dos niños que enluta a familias pobres de Yalambojoch y Raxruhá debería ser un aldabonazo en la conciencia nacional y principalmente en la de los funcionarios públicos, cuya función es mejorar las condiciones vitales de la gente pobre.

El Estado no hace todo lo que podría hacer en esa materia humanitaria y si el mundo se consterna, con razón, por la muerte de Felipe y Jakelin, bueno es que sepa que aquí, en Guatemala, mueren constantemente muchos niños como ellos, por enfermedad, hambre o abandono.

“Esto, además de mostrar una desigualdad inadmisible desde la perspectiva de derechos humanos —dice Unicef— constituye el rostro más lacerante de la exclusión y la discriminación de los pueblos indígenas que han caracterizado históricamente a Guatemala, y que también representa un obstáculo para el desarrollo integral de toda la población”.

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