CATALEJO
Personajes de nuestra Navidad
COMO TODAS LAS tradiciones de Guatemala, la Navidad es una fiesta para los sentidos. Además de los aspectos puramente espirituales de la fiesta más importante de la cristiandad, la manera como los guatemaltecos hemos fundido a través del tiempo las valiosas piedras preciosas de la tradición ha provocado una explosión de colores, olores y sabores, manifestados en la comida y en los nacimientos y adornos preparados para la ocasión. Por eso sus personajes son variados y únicos. Un factor importante es la mezcla de esos elementos identificados por los sentidos: por ejemplo, el olor del aserrín pintado de los nacimientos se mezcla con el de las ramas de pino o pinabete, los collares de manzanillas, el musgo, los tamales y el ponche.
CREO NECESARIO señalar esto porque lamentablemente avanza de manera incontenible, a causa del malinchismo tradicional de muchos de los guatemaltecos, la disminución de esas tradiciones únicas. Colocar hojas de pacaya o tomar un buen ponche no es sólo un asunto de decoración o de degustación, respectivamente, sino debe ser considerado una parte de la guatemalidad. Es irónico, pero esas características propias se comprenden y se manifiestan más en los hogares de los guatemaltecos emigrados al extranjero por voluntad propia u obligados por las circunstancias. Por ser la Navidad una celebración familiar por excelencia, nos hace regresar aunque sea por breves momentos a la infancia, lejana en el tiempo y otras veces también en la distancia.
DE LOS PERSONAJES chapines navideños, considero al tamal como el más importante. Ciertamente la tradición, por desgracia también en retroceso a causa del descuido, coloca a esta joya de la comida tradicional guatemalteca como el plato de la cena de los sábados o del desayuno de los domingos. Pero el de Navidad es especial: implica la reunión de la familia, acontecimiento cuya importancia aumenta en relación directa con el crecimiento de esta célula de la sociedad. Y al ser la celebración del nacimiento del Niño Jesús el momento del año donde se hace una pausa, aunque sea muy pequeña, para recordar con amor a quienes se han ido, hacer esta remembranza lleva implícito recordar la mesa con todos los de antes, los ausentes para siempre.
LA NAVIDAD TIENE PARA mí un significado muy cariñoso, aunque triste. Los tamales eran el centro de la actividad de la casa de mi infancia. Un par de días antes del 24, la abuelita comenzaba el ritual de prepararlos, lo cual implicaba una larga tarea previa: ir a comprar al mercado central las hojas de plátano y de mashán y el cibaque para atarlos: preparar con primor y destreza el recado, adquirir las aceitunas, comprar en la tortillería el maíz para la masa, y colocar en una olla los pedazos de pollo. Una olla amarilla despeltrada, enorme para mis ojos de seis años, era colocada en un brasero para cocer la masa. Mi tarea: moverla y moverla con una paleta porque si no, se pegaría. Yo no aguantaba más de media hora y entonces ella se encargaba.
LUEGO, ME TOCABA colocar las hojas de plátano para poner la masa cocida, la carne, la aceituna y el recado. Metía a escondidas el dedo índice en la olla donde este había sido preparado y me lo chupaba. Con ello el tamal agregaba a sus ingredientes un poco de tierra de uñas de patojo… talvez por eso salían tan sabrosos. Pasaron la infancia y la adolescencia. La abuelita se fue hace casi medio siglo. Años después, mi madre nos dejó cuatro días antes de Navidad, y mi padre casi cuatro años después. La tradición sigue: el tamal aún es el rey de la comida. Ahora la mesa abraza a tres generaciones y mi deseo es crearle a los nietos recuerdos para cuando tengan sus hijos y puedan contar las tiernas, alegres o tristes historias de la familia y del abuelo.