El estigma del sedentarismo se marca en una sociedad que pasa horas en una silla en su horario de trabajo, que camina poco, que tiene una gran influencia de la publicidad donde abundan los mensajes para consumir alimentos más calóricos que sanos y a la que los avances tecnológicos le permite tener todo a tiro de teléfono inteligente, sin moverse. “Se trata de un ambiente obesogénico, sedentario, no hay ningún alimento al que podamos culpar directamente de la obesidad”, señala Riobó.
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¿Cómo se llega a este tipo de obesidad? La doctora explica: “el desajuste del termostato biológico que media entre el apetito y la saciedad está detrás de la obesidad”. Es un sofisticado mecanismo que conecta el cerebro con el aparato digestivo y la grasa corporal y en el que influye el equilibrio de un conjunto de hormonas, como la leptina.
El apetito no es sólo cuestión de fuerza de voluntad o de una simple sensación que dependa de tener el estómago lleno o vacío. Por su lado, la obesidad y el sobrepeso son fruto de múltiples factores: genéticos, ambientales, emocionales y biológicos, entre otros.
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“Hay una intercomunicación directa entre la grasa y el cerebro. El tejido adiposo, que antes pensábamos que era poco activo, ahora sabemos que libera muchas hormonas, como la leptina, que en teoría es la hormona de la saciedad“, explica Riobó.
Cuando la grasa corporal aumenta se libera leptina en el flujo sanguíneo, una especie de alerta que llega al cerebro y que indica que el cuerpo tiene ya reservas y se reduce el apetito. Por el contrario, cuando el nivel de grasa baja, llega menos leptina al cerebro y el hambre se incrementa. “Los niveles de leptina en el cuerpo están en relación con la masa corporal“, apunta la endocrinóloga. Las personas obesas, explica, tienen niveles altos de leptina, lo que ocurre es que muestran una falta de sensibilidad a esta hormona en los centros nerviosos.
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No sólo es la leptina la que afecta a las ganas de comer. Otras hormonas también forman parte de este mecanismo de equilibrios. Así, la grelina es la hormona que segrega el estómago cuando se queda vacío y la que envía la orden al cerebro de que sentimos la necesidad de ingerir alimento. Los niveles de grelina aumentan antes de las comidas y disminuyen tras comer.
Otra hormona que tiene mucho que ver es la colecistoquinina. La segrega el intestino delgado cuando los alimentos llegan desde el estómago y es la que da la señal de dejar de comer. También afecta al núcleo estriado, la zona del cerebro que controla la ingesta. Por ejemplo, la gente que come de forma compulsiva puede tener una alteración en recpeción de ese mensaje y por eso necesitan comer más para mantener esa función adecuada.
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El mecanismo biológico que regula la saciedad y el apetito puede estar afectado por múltiples factores. Uno de ellos son las horas de sueño. Si una persona no obesa disminuye su tiempo de descanso nocturno puede alterar su equilibrio hormonal aumentando la grelina y disminuyendo la leptina.
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También influye el número de horas de luz artificial, la acción térmica de las calefacciones que disminuye la activación del tejido adiposo o algunos fármacos como anticonceptivos y, sobre todo, antidepresivos y ansiolíticos que favorecen el aumento de la ingesta. “El uso de antidepresivos en nuestra sociedad es altísimo, vivimos estresados. Somos una sociedad infeliz, muchos utilizan la comida para calmar la ansiedad”, enfatiza la endocrinóloga. Con información de: www.20minutos.es