Estrés y sensación de injusticia
Existen diferentes mecanismos que pueden explicar la relación entre las crisis económicas y la salud mental.
El primero es el incremento de estrés generado por el riesgo de desempleo y precariedad laboral, las migraciones y los cambios forzados de vivienda (por ejemplo, desalojos por impago de hipotecas). La propia anticipación de los posibles problemas futuros, el desvanecimiento de la esperanza o el incremento de conflictos de pareja están estrechamente asociados a este primer elemento.
Un segundo mecanismo es el de la frustración percibida por no recibir una recompensa merecida y la sensación de recibir un trato injusto. Ello puede traducirse en agresiones, comportamientos antisociales, violencia intrafamiliar y al consumo de alcohol y otras drogas.
Existe un tercer mecanismo, que recibe el nombre de “efecto presupuesto”. Tiene que ver con la gestión que hacemos de nuestros recursos –tiempo, dinero, energía–, cuyo coste cambia durante las crisis económicas y pueden desencadenar o agravar problemas de ansiedad y otros trastornos mentales.
Adicionalmente, la pérdida del empleo o la imposibilidad de encontrar otro pueden suponer un serio golpe para la autoestima de muchas personas, comprometiendo su sentido de la identidad y contribuyendo a su aislamiento social.
Por otra parte, las crisis económicas pueden suponer, por la aplicación de políticas presupuestarias restrictivas, una merma de recursos para el sistema sanitario. Al tiempo, el objetivo principal de las políticas se consagra a alcanzar la deseada “recuperación económica”, dejando fuera de la agenda otros objetivos como la salud de la población.
Dicho lo anterior, no hay dos crisis económicas iguales ni una misma crisis afecta de igual manera a dos poblaciones de distintos países. La intensidad, duración y velocidad de la caída de la economía, así como el contexto institucional, cultural, sanitario y social –incluyendo las redes de seguridad previas y las respuestas públicas y sociales a las crisis– condicionan la adaptación de la sociedad y de los grupos que la conforman. En algunos casos estos elementos amortiguan los efectos negativos sobre la salud mental y el bienestar de las personas; en otros, los agravan.
Lo que aprendimos de la Gran Recesión
En la última década se ha generado abundante literatura científica acerca de los efectos sobre la salud de la llamada Gran Recesión, es decir, de la crisis económica iniciada en el año 2008. Estos trabajos confirman sus efectos negativos sobre la salud mental, especialmente en aquellas personas en situación de desempleo o con empleos precarios, y en aquellas con problemas de carácter financiero. De lo que se deduce que son las políticas sociales, sin relegar las sanitarias, las que potencialmente tienen más capacidad para mitigar y revertir los efectos de las crisis en la salud mental.
Por otra parte, no hay que olvidar que los estudios disponibles, al ser contemporáneos a la propia crisis o ser realizados poco tiempo después, únicamente observan los efectos de corto plazo. Sin embargo, tras el final oficial de la crisis hemos seguido padeciendo elevadas tasas de desempleo y precariedad, así como alarmantes indicadores de pobreza y riesgo de exclusión social. Por ello, existe un claro riesgo de que los efectos de la anterior crisis sobre la salud mental se prolonguen (o incluso sean permanentes) para muchas personas que pertenecen a grupos de población vulnerables.
El doble golpe del SARS-CoV-2
Y ello nos lleva a la situación actual. Apenas repuestos, o incluso con serias dudas sobre la recuperación de la salud mental de la población tras el golpe anteriormente sufrido, el SARS-CoV-2 amenaza con la amarga promesa de un doble impacto en materia de salud mental.
El primero tiene que ver con la enorme incertidumbre a la que nos ha sometido la COVID-19 por su alcance y extensión, por la incierta duración de la propia pandemia, los problemas iniciales en la disponibilidad de mascarillas, las propias medidas de confinamiento, la incierta promesa de una vacuna, las noticias contradictorias… A lo que se suma la pérdida de certeza sobre el gobierno de nuestras vidas, generadora de fuerte estrés por sí misma.
A ello debemos unir el segundo impacto en forma de aguda crisis económica, crisis como no hemos conocido en tiempos modernos, y que está llevando a una caída de la economía en solo tres trimestres tan fuerte como la acumulada durante la anterior Gran Recesión.
Pese a todo, existen razones para el optimismo. Aunque nos falte mucho por saber, nunca antes se habían movilizado y coordinado de manera unánime tantas mentes brillantes contra un problema de salud. En pocas ocasiones tantos gobiernos han mostrado una voluntad clara para abordar un problema. El conocimiento adquirido de crisis recientes nos hace cobrar conciencia de que la situación actual supone un grave riesgo para la salud mental de la población. Por ello, ahora es tiempo de poner en marcha soluciones, no relegando las mismas a la llegada de la recuperación económica.
La crisis económica y la COVID-19 está sometiendo a una dura prueba a nuestras sociedades. Nuestras respuestas para evitar ahondar en desigualdades previas y nuestra capacidad para no dejar a nadie en el camino nos definirán en el futuro. La salud mental debe ser uno de los ejes centrales de nuestros empeños.
Juan Oliva Moreno, Profesor de Economía de la Salud, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.