Comunitario

Doña Flory perdió a su hijo en El Cambray 2

La tarea de ser madre y padre a la vez no ha sido  fácil para Flor de María Cuyuch, quien enviudó hace 10 años. 

fLOR DE MARÍA Cuyuch enviudó hace una década y trabaja como taxista para sacar adelante a su familia.

fLOR DE MARÍA Cuyuch enviudó hace una década y trabaja como taxista para sacar adelante a su familia.

Sus clientes la llaman Flory, y es una de las pocas mujeres que conducen un taxi en la ciudad guatemalteca, oficio en el que lleva cuatro años y medio  y que le ha servido para sostener a su familia. 

El peligro en este trabajo es evidente, sobre todo para una mujer.  Flory dice que siente miedo cuando un neumático se le pincha o el carro afronta una falla mecánica, pero eso no la ha detenido para seguir al volante.

La vida le jugó a Flory un terrible episodio  el 1 de octubre de 2015. Después  de un largo día de trabajo,  descansaba en su casa junto a sus tres hijos, su nieto y su madre. 

Ese día, antes de  que el reloj marcara las 21.30 horas, su hijo Gerson Valenzuela, de 22 años, le pidió que fuera a comprar una pizza para celebrar el día del niño.  Junto con su hija Flor de María, 20, y su nieto Dominic, 3, salieron a cumplir la encomienda.

Cuando retornaban a casa, en la colonia El Cambray 2, las sirenas de ambulancias y vecinos aglomerados en la calle anunciaban una tragedia.

La vivienda de la familia Valenzuela Cuyuch y otras decenas más  quedaron soterradas por el devastador alud de tierra que cayó sobre ellas. 

La madre de Flory, Francisca Cuyuch López,  60, y  sus hijos, Gerson, el soldadito, como lo llamaba ella, y Julio, 24, fueron hallados bajo los escombros siete días después.

“Me siento sola, muy sola. Siento que he vivido la guerra mundial, sin nada”, expresa entre lágrimas.
Flory asegura que se refugió en su trabajo  porque sentía  volverse loca. Su clientela vivió ese proceso con ella y la vio llorar en múltiples ocasiones.

Mariana García, una de sus pasajeras, comenta que siente un cariño especial por Flory, y admira su fortaleza  para seguir adelante. “Yo no podría”, afirma. 

Su hija y su nieto son sus razones  para levantarse cada mañana, por quienes ha decidido seguir adelante. Asegura que si solamente ella se hubiera salvado, quizás habría tomado una decisión fatal.

“¿Por qué no nos morimos todos? Quiero pensar que Dios me tiene aquí para ayudar a personas que tienen más problemas que yo, y eso haré”, refiere.

A pesar de que tiene parte de su corazón bajo la tierra, Flory se levanta para encontrar un nuevo sol tras el volante,   cada mañana.

Sin patrimonio, sin la mitad de su  familia, sin un pasado, sin amigos, pero con fortaleza y fe de que todo florecerá, uno de sus sueños es  llegar a manejar un tráiler y viajar.

Tatarabuela incansable

Orar todos los días  y  trabajar mucho han sido las principales enseñanzas que le ha transmitido a su familia de cinco generaciones Sebastiana Chalí, una tatarabuela de 95 años, quien después de 40 años, por recomendación médica, en enero último dejó de vender atol y dulces en la puerta del Cementerio General. Ella personifica la lucha de la mujer que no claudica pese a la violencia intrafamiliar que sufrió.

Su niñez y  juventud transcurrieron en San Juan Comalapa, Chimaltenango, donde se casó, a los 17 años, pero a causa del maltrato que recibieron  de su esposo, tanto ella como sus hijos, huyó a la capital, cuenta con   nostalgia su nieta Maritza Hernández Tuyuc, 43.

Sin dinero y sin saber leer ni escribir, su primer hogar fue la calle, pero sacó adelante a su familia con muchos sacrificios. Durante el día trabajaba en lo que podía  para que el sustento de sus hijos nunca faltara. Por la noche   dormían en pedazos de cartón, protegidos del sereno y la lluvia  tan solo por un nailon.  Con el tiempo pudieron alquilar dos cuartos para vivir con dignidad.

Chalí siempre demostró una fe  inquebrantable en el Creador y una fuerza inacabable, y mediante la venta de atol no solo veló por sus hijos, sino que  este trabajo le permitió criar a los hijos de su hija María Tuyuc, 65 —madre de Maritza—, porque  se había quedado sola y necesitaba salir a trabajar. El ejemplo que recibió de su madre le sirvió para darse cuenta de que no hay que darse por vencida ante las adversidades, porque la unión familiar debía prevalecer.

Según  Maritza y su bisnieta Virginia, gracias a Lita —como llaman cariñosamente a doña Sebastiana— pudieron construir  una casa, poco a poco, en un terreno de la zona 3, adquirido por la tatarabuela, pese a que la mayoría de  integrantes son madres solteras. Con el esfuerzo de todos  construyeron dos pisos, por la necesidad de albergar a una gran  familia.

Doña Sebastiana quiere continuar activa  y sale a vender  panes, mazapanes, bocadillos y cocadas solo  en fechas especiales como Semana Santa, 15 de agosto  o 12 de diciembre.

“Todos los domingos acude a la iglesia a escuchar la misa, y cuando tiene ganas de salir a pasear  le pagamos un taxi para ir a Amatitlán”, cuenta María.

Los integrantes  de la familia dicen estar  muy agradecidos con Dios por haberle  permitido a la “tatarabuelita” llegar a una edad avanzada al lado de ellos y con buena salud, lo que los hace muy felices.

Uno de sus vecinos, Noel Quezada, refirió que esta familia es trabajadora y  agradable, genera simpatía y siempre se apoyan unos a otros.

La descendencia de doña Sebastiana está conformada por 14 nietos, 10  bisnietos  y un tataranieto, Santiago Sicán, 5, hijo de su bisnieta Virginia Hernández, 20.

Ahora María ha sustituido a doña Sebastiana en la venta, en el Cementerio General, y Maritza también se dedica a vender granizadas y dulces en las afueras de una escuela en la zona 3.