EDITORIAL

Abuso de autoridad es un peligro nacional

El relativismo ético es uno de los grandes males que corroen a la sociedad de nuestros tiempos, puesto que se niegan los grandes principios o fundamentos de recta conducta. El relativismo impone posturas, pareceres y actitudes según los intereses, perspectivas y antojos de cada quien, con lo cual se produce una colisión de conceptos y valoraciones. El relativismo legal es solo un reflejo patético, lamentable y destructivo, porque a pesar de existir normas generales y derechos universales establecidos en la Constitución, la aplicación de la norma se reduce al capricho de individuos investidos de alguna autoridad, mas no capacitados para ejercerla: desde un policía hasta un ministro.

Es dentro de este modelo errado que decenas de agentes manchan el uniforme y desgastan la institución de la Policía Nacional Civil, creada para el servicio de la seguridad ciudadana en tiempos de paz, pero que se torna en fuerza represiva, instrumento antojadizo y hasta un peligro para las garantías ciudadanas, al peor estilo de las dictaduras, ya sea por escaso juicio o bien por órdenes emanadas de manera oculta a fin de evadir registros documentales que puedan servir de prueba en posteriores demandas.

Se asume con claridad que la gran mayoría de integrantes de la fuerza policial se guían por los principios doctrinarios y normas constitucionales que deben regir el actuar de gobernantes y gobernados. Ello hace más vergonzoso el actuar de integrantes que se valen de una insignia para cometer abusos o instalar retenes ilegales en calles de barrio o rutas de provincia, en una ostensible labor de “pesca” que no tiene nada de estratégica y cuyos registros de datos y hallazgos no se encuentran centralizados ni sistematizados en ninguna parte, lo cual comprueba su arbitrariedad.

La falta de directrices y sanciones abre la puerta a que ciertos agentes se aprovechen de la discrecionalidad e incluso sugieran, con disimulo, compensaciones, ya sea con el chantaje de faltas o delitos inexistentes o, peor aún, con el ofrecimiento de dejar pasar flagrantes transgresiones. Durante toda la etapa de pandemia se dispararon las denuncias de diversos abusos, como extorsión, detención ilegal, implantación de evidencias y cohecho. Es posible que muchas de tales quejas sean espurias, pero al sumar ya 475 casos, es muy probable que las haya veraces y con vulneraciones muy serias de las garantías ciudadanas.

Los procesos de reforma policial se han visto entrampados, incluida la dignificación de las condiciones de trabajo de los agentes: lugar adecuado para el descanso, alimentación, provisión de equipo, entrenamiento constante y acceso a ascensos por méritos. Los últimos gobiernos se han encargado de truncar las mejoras con remociones antojadizas de oficiales serios y capaces que hacían estorbo a agendas oscuras.

El Ministerio Público debe asumir su papel en la atención de estas denuncias, puesto que nadie está libre de caer en uno de esos retenes sin supervisión. Así también debería ya tener, la fiscal general, resultados tangibles sobre los graves sucesos de noviembre en que la Policía permitió a supuestos manifestantes incendiar ventanas del Congreso pero agredió a civiles, y hasta familias, concentradas pacíficamente en la Plaza de la Constitución, con la obvia intención de atemorizar. El informe es necesario, puesto que ayer mismo la alianza oficialista volvió a sabotear la interpelación del ministro de Gobernación Gendri Reyes, precisamente por el caótico actuar policial de noviembre, el cual puede ser un caso de abuso o incapacidad de gestión, y en cualquiera de los dos casos debe de rendir cuentas.

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