EDITORIAL

Avisos inconfundibles

La Naturaleza pide auxilio, advierte sobre procesos que pronto se harán irreversibles, si los seres humanos, dotados de razón y voluntad —necesario es resaltarlo—, no cambian sus actitudes y acciones. Las evidencias del deterioro ambiental son duras y elocuentes, pero aun así son señales desatendidas: notorios desbalances en la precipitación pluvial, se registra un paulatino incremento de temperaturas en la temporada calurosa a nivel global, el imparable deshielo polar suelta cada vez más témpanos al océano y los grandes glaciares se reducen año tras año. También es innegable la amenaza de desaparición de países insulares por incremento del nivel oceánico causado por el cambio climático, del cual también es consecuencia la muerte de arrecifes ocasionada por el aumento en la temperatura del agua. Hay negacionistas, y están en su derecho de creerlo. Sin embargo, no ver o no escuchar personalmente la caída de miles de árboles talados en la Amazonía brasileña o en montañas guatemaltecas no quiere decir que la destrucción no exista.

A menudo estas acciones en contra del entorno natural se efectúan bajo el argumento de impulsar el desarrollo económico de comunidades rurales. Quizá se puedan generar resultados, por algún tiempo. Pero la pregunta fundamental es ¿a qué costo de oportunidad se logra esta mejora? Un árbol tarda de 40 a 70 años en crecer, lapso en el cual surgen hasta cuatro generaciones humanas que necesitan de aprovisionamiento de agua, aire sano, productos agrícolas cultivados en buena parte gracias a las lluvias o a la disponibilidad de líquido para riego. Si se destruyen las zonas de bosque tropical o nuboso, si se eliminan las áreas de recarga hídrica, usualmente no aptas para agricultura o ganadería a largo plazo, ¿con qué se suplirán al terminar la vida útil de estos suelos?

No se trata de ecohisterias ni de agendas opuestas a generar bienestar. Tampoco se trata de limitar la productividad o de impedir el avance de la industria competitiva descentralizada, pero sí se trata de elaborar un plan de reconocimiento y ordenamiento territorial nacional que permita valorar aquellos recursos nacionales insustituibles que en el mundo actual constituyen un tesoro único. Para el caso de Guatemala, sus bosques, sus microclimas y sus fuentes acuíferas son una reserva estratégica. Esto no atañe solo al equilibrio climático, sino a la vida de comunidades. Hasta ahora se ha desperdiciado la oportunidad de trazar una estrategia económica de ecoturismo sostenible a gran escala, que tiene además el bono extra de cientos de sitios arqueológicos en zonas protegidas.

La reserva de la Biósfera Maya es un conjunto de parques nacionales cuya dimensión la convierte en una incomparable joya verde, junto con otros remanentes forestales que son hogar de especies endémicas de flora y fauna. Su valor ha aumentado exponencialmente desde su creación en 1990 y seguirá creciendo, siempre y cuando se la proteja aún más. Lejos de lo que propugna el superministerio de Ambiente, es el carácter colegiado del Consejo Nacional de Áreas Protegidas lo que ha permitido resguardar este tesoro natural. La iniciativa 6054 busca monopolizar el control de los recursos, y tal concentración es un peligro. La desaparición de bosques y especies siempre termina pasándole la factura a sus vecinos, los humanos. Los avisos están allí.

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