EDITORIAL

Certeza jurídica debe ser una cultura

La certeza jurídica es una noción que a menudo se asocia con intereses privados, pese a que su ausencia afecta a la comunidad nacional en su conjunto. Así también suele considerársele más como una temática atinente al gremio de los abogados que como una condición natural, necesaria e imperativa para el desarrollo económico, social, educativo y político de todos los sectores. De esa certidumbre de una aplicación equitativa, transparente y juiciosa de las leyes, reglamentos y acuerdos legales depende la convivencia pacífica, la progresión del Estado y el cumplimiento de las obligaciones ciudadanas e institucionales, por lo cual no se trata solo de un enorme marco abstracto, sino de un contexto cotidiano en donde germina la confianza colectiva.

Desafortunadamente, en Guatemala existen diversas situaciones que han conculcado, históricamente, la certidumbre de cumplimiento de las leyes, ya sea por interpretaciones antojadizas, conflicto de interés, abuso de poder, favoritismo hacia determinadas personas o una abierta actitud de ilegalidad, las cuales no deberían pulular con tanta displicencia, sino, por el contrario, constituir casos de juicio y sanción sin excepciones.

Las invasiones de tierras, los daños al patrimonio natural, los ataques contra empresas hidroeléctricas legalmente establecidas, la tardanza desmesurada en emisión de fallos judiciales, las resoluciones antojadizas de antejuicios, la aplicación discrecional de criterios para seleccionar candidatos a cortes, la inobservancia de reglamentos vigentes y hasta el conductor que sobrecarga el autobús extraurbano o se cruza una transitada arteria con el semáforo en rojo son manifestaciones de una endeble certeza jurídica que a la larga perjudica a todo el país.

Un caso concreto y reciente del efecto nocivo de la incertidumbre legal es la resistencia de algunas familias que habitan terrenos en El Progreso, junto a la carretera al Atlántico, en donde el gobierno de Taiwán construye, por donación, una moderna autopista de cuatro carriles. Dichas personas se niegan a vender las propiedades o en todo caso exigen un pago exorbitante, pese a que las tierras están declaradas por un valor irrisorio e incluso hay áreas que fueron concedidas en condiciones dudosas por la municipalidad local.

Una situación parecida frenó por años la conclusión de la circunvalación de Chimaltenango, hasta que se emitió un decreto de expropiación avalado por el Congreso de la República. Tal parece que se volverá a necesitar esta figura legal a fin de lograr que se concluya el proyecto, que ya corre contrarreloj, dados los estrictos plazos previstos por los contratistas taiwaneses. Una situación parecida podría ocurrir en el proyecto de transporte Metro Riel, que utilizará terrenos de la vía férrea, que ya fueron oficialmente concesionados pero están ocupados en ciertos tramos por familias que reclaman compensación o traslado y que incluso llegaron a construir viviendas formales en propiedades estatales.

La certeza jurídica brilla por su ausencia en los ríos y lagos contaminados, a falta de reglamentarias plantas de tratamiento de agua, en todas las medicinas saqueadas de los hospitales por empleados inescrupulosos, en las plazas laborales del Estado ocupadas por personas no calificadas, en el contrabando o técnica, en la mercadería contrabandeada que luego es vendida en mercados, y todo sucede bajo excusas totalmente inválidas que socavan el imperio de la ley, tan necesario para recuperar la institucionalidad.

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