EDITORIAL
El trabajador de 2037
Una de las peores, si no es que la mayor, deficiencias de la educación guatemalteca, sobre todo la pública y parte de la privada, radica en la falta de enfoque sobre su aplicabilidad laboral. Ya estaban en marcha la transformación tecnológica y la reconversión de roles, funciones, bienes y servicios de la sociedad global antes de la pandemia, pero esta hizo ver evidentes carencias y requerimientos de todo tipo: uso de herramientas digitales, capacidad de expresión verbal y escrita, creatividad, habilidad para plantear enfoques alternativos, capacidad de evaluar variables del entorno de trabajo y dominio de al menos un segundo o tercer idioma.
Durante el siglo XX, los planes de estudio permanecieron prácticamente inmóviles en Guatemala y los grados escolares solo sumaban contenidos repetitivos. Las reformas educativas que comenzaron a cobrar forma en la década de 1990 tardarían otra década en llegar a las aulas, así como las exigencias de mayor evaluación de la calidad del aprendizaje. Pero no todas se concretaron.
Los paradigmas pedagógicos escolásticos, verticales, se resistieron o, en todo caso, se mimetizaron con modelos proclives a la interactividad, la mediación de contenidos y, sobre todo, el cuestionamiento de conceptos estáticos detrás de los cuales hay rastros de la cerrazón de autoritarismos —declarados o velados—, temerosos de la libertad, la autogestión y, sobre todo, del potencial de las inteligencias plenamente desarrolladas. Esta mímesis se delata por la persistencia de metodologías anticuadas y la generalizada falta de evolución docente, con contadas excepciones.
Por ejemplo, ministros de Educación prefieren pactar con un sindicato venal y clientelar que romper con la ingrata inercia que solo degrada las aspiraciones de la enseñanza-aprendizaje. La pandemia desnudó la mayoritaria incapacidad de enseñar a distancia, de mediar los contenidos y de asumir la responsabilidad con el futuro de la Nación. Continúan al día de hoy las contrataciones sin oposición, por pura cuota de diputados o alcaldes afines al oficialismo, a quienes tampoco les importa, evidentemente, el futuro de los estudiantes.
Lo más irónico es que toda esta politiquería incrustada en el aparato educativo es validada por expertos con posgrados que no se atreven a levantar la voz en contra de la mediocridad y los compromisos que amenazan, ahogan y aniquilan las esperanzas de una niñez y juventud que anhela y necesita un mañana más promisorio.
Si el entorno laboral, académico y empresarial ha cambiado en los últimos tres años de una forma dramática, es seguro que se transformará aún más en 15 años, cuando los niños que hoy están entrando a preprimaria ya estén saliendo de diversificado, rumbo a la universidad o a buscar un trabajo. En el bagaje cultural, instrumental y actitudinal de esas mentes debería estar el mayor interés de las autoridades educativas, pero también de quienes prestan servicios de educación en el sector privado.
Para ese 2037 debería estar en marcha la agenda de transformación humana que produzca una Guatemala más preparada para la competitividad global, con trabajos en sectores tecnológicos y trabajadores evolucionados que ya no hagan necesario migrar en busca de oportunidades.