EDITORIAL

El valor de innovar

Una crisis sin precedentes, que pone tantas vidas en riesgo, en el contexto de un Estado lastrado por carencias relegadas, discontinuidades administrativas, miopía política y manejos imprudentes del erario, constituye paradójicamente un contexto fértil para plantear, impulsar y reclamar la innovación como política y como principio para poder empezar a tomar distancia de modelos rebasados y repudiar comportamientos individuales dañosos, cuyo impacto se extiende en el tiempo gracias a la actitud de indiferencia, la creencia de no poder hacer nada o la simple conveniencia aparente.

En numerosos manuales de autoayuda personal o de reingeniería organizacional se recomienda la evaluación de los potenciales pero también de los problemas, las disfuncionalidades y los errores. A nivel de Estado, Guatemala se encontraba ya en una coyuntura difícil que nada tiene que ver con la pandemia. Claramente, el azote del coronavirus ha venido a poner de relieve las deficiencias de gestión, las incapacidades de ejecución y los inconvenientes del amiguismo politiquero: una situación ante la cual la ciudadanía de todos los estratos sociales tiene palabra, derecho de petición y posibilidad de propuesta de renovación. Fingir que nada ocurre o pretender creer que no es posible transformar al país constituye una actitud evasiva que ha hecho daño a lo largo de siete lustros de democracia formal.

La innovación es un término regularmente asociado con los avances tecnológicos, automatización de procesos y metodologías productivas que permitan mejores ganancias. Pero a la vez constituye un concepto que se puede aplicar a nivel personal o familiar para trazar objetivos concretos a corto y largo plazo, superación de adversidades concretas y de aportes libres al bienestar de la comunidad. Este es un primer nivel de diálogo que constituye un desafío de nivel básico que puede parecer sencillo, pero cuyos resultados pueden impactar mas allá de las paredes del hogar.

En el seno de iglesias y congregaciones religiosas puede plantearse la innovación como un nuevo nivel de espiritualidad: una cuestión de coherencia entre creencia y acción, entre prédica y testimonio concreto. El cambio en las metodologías pastorales durante las restricciones sanitarias es muestra de las posibilidades de profundizar en la fe, sus alcances y sus exigencias.

Si en ámbitos tan fundamentales, personales y trascendentales como los anteriores es posible plantear innovación, resulta urgente y necesario innovar en el quehacer político y en la administración de los organismos del Estado. No con discursos o diatribas, no con rivalidades ficticias o enconadas polarizaciones, sino a través del elemento fundamental del quehacer político: la ciudadanía. Un político, un representante legislativo o judicial debe encarnar los más altos valores cívicos. Si está señalado de ilícitos, si sus acciones atentan contra el bien común, el ciudadano debe reclamar con su voto el respeto que merece. La evolución del país depende de la capacidad de exigir innovación y de actuar con transparencia para convertirla en visión de futuro, en estándar ético y en reclamo de eficiencia pública. A fin de cuentas, la pregunta básica a nivel personal, grupal, empresarial o nacional es equivalente: ¿Vamos a seguir como estamos o tenemos el valor de innovar?

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