EDITORIAL

Eta trae el fantasma de la vulnerabilidad

Hace menos de un mes, una enorme roca rodó colina abajo en San Marcos La Laguna, Sololá, destruyó viviendas, dejó cuatro víctimas mortales y a más de 200 familias evacuadas, muchas de las cuales posiblemente ya han retornado a sus viviendas, pese a la posibilidad de nuevos derrumbes, que puede parecer remota debido a las décadas que llevaban de vivir allí algunos de los ahora fallecidos, hasta que ocurrió el infortunio, que sucedió prácticamente sin que hubiese lluvias.

En este momento se comienzan a percibir los primeros efectos colaterales del huracán Eta, que toca ya tierra nicaragüense y causa secuelas en Honduras, con la posibilidad de internarse más en el territorio centroamericano y traer lluvias intermitentes sobre Guatemala, que ya padece algunos efectos de sistemas lluviosos previos. Un ejemplo de los mismos es el socavamiento del puente sobre la carretera que comunica Escuintla con El Salvador o el hundimiento que tuvo lugar en Purulhá, Baja Verapaz, sobre la ruta a Cobán.

El área metropolitana de Guatemala, la más densamente poblada del país, tiene alta proporción de población residente en áreas consideradas de riesgo y alto riesgo, sobre todo aquellos asentamientos que han crecido en las orillas y las laderas de barrancos. La pobreza y la falta de acceso a viviendas en zonas seguras y que sean sufragables por las familias han disparado este tipo de colonias, sin que exista autoridad con la suficiente voluntad política para impedirlo.

Las lluvias no son el único factor de riesgo, pues también existe el factor sísmico, ya sea por causas tectónicas o volcánicas, sin que el país haya podido crear y asumir un código de construcción que sustente normas estructurales para asegurar la cimentación y resistencia de viviendas a todo tipo de temblores.

La misma falta de planes de ordenamiento territorial en numerosos municipios del país genera verdaderas bombas de tiempo, puesto que se crean urbanizaciones y colonias en áreas que antes fueron lagunas, cauce de antiguos ríos o bien sobre fallas geológicas. De nuevo, los intereses políticos suelen anteponerse a la visión de seguridad constructiva.

A la larga, es la Nación la que sale perdiendo al momento de un desastre, ya sea focalizado en regiones o de dimensión nacional, puesto que la pérdida de vidas acarrea efectos económicos sobre las familias, especialmente los menores de edad, que a menudo ven truncadas sus posibilidades de un mejor desarrollo. Así también hay con frecuencia sucesos de inundaciones, causadas por desvíos ilegales de ríos, que conllevan pérdidas materiales para comunidades enteras. Ya sean cosechas arruinadas, enseres dañados o viviendas depreciadas, el costo de oportunidad que traen estos sucesos de vulnerabilidad supera con creces el que pudo haber tenido el criterio de prevención.

Es de anhelar que la tormenta Eta no golpee con tanta fuerza a la región centroamericana, tan sometida a precariedades. Es algo que está sujeto más bien a la buena fortuna. Lo que no debería quedar en el aire, a merced de las veleidades políticas o de las conveniencias coyunturales, es la elaboración de un código de construcción que asegure tanto las áreas donde se construirá como la ejecución misma de las viviendas, lo cual no necesariamente tiene que ser oneroso, pero sí estructuralmente seguro para prevenir males mayores.

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