EDITORIAL
Inteligencia ciudadana marcó referendo chileno
Los extremos siempre son dañinos, los fanatismos invariablemente conducen a polarizaciones y las intolerancias solo enfilan a laberintos de cerrazón y prejuicio. Por eso, en una democracia es clave la libertad de expresión sin cortapisas, la libertad de acción para todos, así como las garantías de respeto a todas las creencias, en el entendido de que todo credo consta de una declaración de principios que deben reflejarse en las acciones.
Hace un par de años se producía en Chile un estallido social en el cual se reivindicaban varias causas de beneficio común, reclamos de justicia y aspiraciones de mejor representatividad política. Sin embargo, en el curso de los hechos ocurrieron graves atentados contra templos cristianos, que fueron vandalizados y saqueados por hordas de supuestos activistas que en su frenesí colectivo se colocaron a la misma altura de personas y grupos que cometieron otros desmanes pretéritos. En todo caso, todo aquel proceso condujo a un referendo para evaluar las posturas sobre un posible cambio constitucional. En aquel momento el “sí” fue apabullante y comenzó el camino a una nueva constituyente que buscaba plantear una carta magna que sustituyera a la de 1980, que tuvo algunas reformas en 2005. La expectativa era de un texto toral moderno, funcional, garantista y acorde a las necesidades de una sociedad multicultural que busca recuperar el liderazgo económico y la competitividad que la caracterizaron por tres décadas.
El domingo último, pese al previo apoyo a un cambio constitucional, el 60% de los ciudadanos chilenos rechazó la nueva Constitución propuesta, en una exhibición histórica de inteligencia colectiva, reflexión axiológica y sentido de responsabilidad personal manifestado en el voto.
A la propuesta constitucional chilena le ocurrió lo que a las reformas a la carta magna guatemalteca elaboradas con base en compromisos de los acuerdos de paz de 1996 y sometidas a consulta popular en 1999. Ganó el “no” por una sencilla razón: los ponentes no se concentraron en lo esencial y sucumbieron a la tentación de incluir puntos generadores de discordia con la suposición de que un aval previo les alcanzaba para imponer una agenda sectaria. En Guatemala, ese aval previo fue la consulta de 1994 para depurar el Congreso y efectuar otros cambios administrativos del Estado. En Chile, el antecedente tentador fue el 80% que dijo sí a una sustitución del marco constitucional en 2020. Ambos cálculos fueron un yerro que la ciudadanía marcó con una rotunda negativa.
Es necesario elogiar la madurez que mostró el mandatario chileno, Gabriel Boric, partidario del “sí”, para reconocer el triunfo de la opción adversa por clara mayoría, incluso superior a la pronosticada por las encuestas. Hubo expresiones desafortunadas como la del recién asumido presidente colombiano Gustavo Petro, quien al conocer el resultado dijo: “Revivió Pinochet”, como si la legítima voz mayoritaria de los chilenos no fuera merecedora de respeto.
La propuesta constitucional falló porque excluyó voces de importantes sectores como las iglesias, y con ello rehuyó el consenso. Pero como bien señaló Isauro Covili, obispo de Iquique, “nadie puede sacar cuentas alegres” del resultado, pero sí se deben aprender las lecciones “como país”. La principal es que la unidad se logra al buscar acuerdos. Una minoría quiso legalizar aspectos polémicos como el aborto, la eutanasia o la fragmentación territorial, camuflándolos con otros artículos pertinentes. La ciudadanía notó la treta y dijo “no”, para evitar complicaciones peores.