EDITORIAL

Libertad de Expresión cimenta la democracia

Es elocuente el silencio presidencial acerca de los extraños y repudiables incidentes violentos protagonizados por una veintena de personas que no solo robaron un autobús, sino que lo quemaron frente al Palacio Nacional de la Cultura y ante decenas de policías que parecían no saber qué hacer o quizá, en el peor de los casos, sabían lo que tenían que hacer. Por un buen rato los agentes fueron testigos pasivos de las agresiones verbales y físicas de sospechosos antisociales contra periodistas, incluyendo algunos de Prensa Libre y Guatevisión, que cubrían la protesta ciudadana pacífica que se desarrolló durante horas en la Plaza de la Constitución, sin más fin que reafirmar la democracia.

Dice mucho ese silencio, sobre todo si se toma en cuenta el informe del Estado de la Libertad de Expresión 2020, elaborado por la Asociación de Periodistas de Guatemala y publicado con motivo del Día del Periodista —que se conmemora hoy—. En el primer año de gobierno de Alejandro Giammattei se han multiplicado las denuncias de agresiones físicas y verbales contra periodistas en el ejercicio de su trabajo. Los últimos 11 meses superan al primer año de sus antecesores en cuanto a intimidaciones, segregación, ataques anónimos u obstaculización de acceso a información pública.

Es sintomático el incremento de agresiones directas cometidas por “desconocidos”, tal como lo ocurrido el sábado último, pero también aumentaron las denuncias de intimidación por parte de autoridades: alcaldes, policías, diputados y funcionarios, quienes ante la incapacidad de poder justificar planes, gastos, adjudicaciones, contratación de allegados y otros despropósitos, la emprenden en contra de reporteros que cubren fuentes o efectúan investigaciones al amparo del artículo 35 constitucional.

Tanto les molesta la garantía constitucional de libertad de expresión que no han faltado maniobras para tratar de limitar el trabajo periodístico: desde invocar la pandemia para vedar el acceso a entidades públicas como la creación de registros de acceso —ilegales—, aplicaciones digitales que disfrazan intenciones de espionaje electrónico o las clásicas invocaciones de dogmatismos politiqueros para tratar de frenar la difusión de informaciones incómodas. Cuando tales estratagemas fracasan, viene la violencia verbal, psicológica y física.

Los funcionarios electos están llamados de por sí a rendir cuentas públicas de sus actos, y eso lo sabían desde antes de postularse voluntariamente a los cargos. Pese a ello, ahora se rasgan farisaicamente las vestiduras e invocan delitos que solo desvían la atención y acicatean una polarización artificial, la cual aprovechan pandillas de netcenteros para atacar desde la cobardía del anonimato a periodistas críticos que firman sus notas con nombre y apellido.

Finalmente, cabe esperar un papel más eficiente de la Fiscalía de Delitos contra Periodistas, abierta hace un año pero cuyos resultados son magros. Este año, según detalla la APG, esta entidad ha recibido 94 denuncias: una por asesinato de un periodista de Escuintla, 38 por amenazas, 28 por coacciones y el resto por retención de información, difamación, abuso de autoridad, lesiones y hurto. A estas alturas debería haber al menos una decena de causas judiciales contundentes y pedidos de retiro de antejuicio que sienten un precedente y una declaración —no un silencio— elocuente del interés de la fiscal general por defender un derecho que no es de los periodistas, sino de la ciudadanía: expresarse con libertad, sin cortapisas, sin miedo a la intolerancia de émulos de autócrata.

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