EDITORIAL

Lucrecia Xec era su nombre y tenía 11 años

De nada sirven las declaraciones grandilocuentes y geopolíticamente correctas sobre planes de seguridad regional o dispositivos forzosos para frenar la migración si la sentencia de muerte le puede llegar en cualquier momento, sin delito ni juicio, a ciudadanos honrados, honestos y trabajadores, e incluso a menores de edad. El nombre de Zoila Lucrecia Xec nunca debería ser olvidado. Debería estar en la primera página de cada cuaderno de cada funcionario de seguridad, de cada agente de policía, de cada defensor de derechos humanos, y también en la del presidente y vicepresidente electos.

Zoila Lucrecia, de 11 años, fue asesinada en un ataque armado contra una humilde vendedora de refacciones en la zona 21. Las hipótesis sobran. Da igual si fue por extorsión o por asalto, es un crimen abominable que hace chocar la indignación, la tristeza y las preguntas sobre las verdaderas prioridades de las autoridades de seguridad salientes, que muy probablemente se escudarán tras estadísticas y explicaciones bizantinas. ¿Qué informe presidencial podrá explicar esta muerte absurda o las miles que van en el año?

Es imposible frenar la migración de un país en donde la muerte está a la vuelta de la esquina al capricho de bandas de desalmados que en su loca codicia no respetan ni a mujeres ni a menores. Lucrecia trabajaba en aquel puesto ambulante porque quería ganar algún dinero para comprarse un juguete en Navidad, situación que recuerda el caso de Andy Yahir Ramos Obregón, de 12 años, el ayudante de ruletero que fue baleado por un pandillero en la zona 18, el 7 de noviembre último, y quien lamentablemente falleció en el hospital. Él quería ganar dinero para comprarse zapatos.

Es sintomático que tales sucesos ocurran con total impunidad, sin un solo policía en las cercanías, mientras que existen autopatrullas que instalan antojadizos puestos de registro sin mayor coordinación, cuyos resultados se ignoran y cuya legalidad es dudosa. Si bien es posible que pueden constituir un mecanismo disuasivo o preventivo, es un hecho que no existen reportes sistematizados sobre tales tácticas, en las cuales los agentes incluso preguntan a los tripulantes de vehículos si acaso portan armas, como si un delincuente fuese a admitir pacíficamente tal extremo.

A todas luces es sensible el decaimiento de la funcionalidad de la PNC a raíz del desmantelamiento de su cúpula, ejecutado a comienzos del 2018 por el ministro Enrique Degenhart con el pretexto de “oxigenar” a la institución, puesto que él fue claro en decir que se despedía a oficiales con exitosa hoja de vida. La perspectiva del tiempo permite ver cómo privaron otras agendas y el nombramiento de figuras afines, cuyos resultados hablan por sí solos.

La muerte de Lucrecia y de Yahir debería ser un motivo digno de una declaración de pesar, de condena, de indignación vehemente por parte de la Presidencia, la Vicepresidencia, la Procuraduría de Derechos Humanos, secretarías de Estado, de organismos internacionales que velan por la niñez. Su asesinato alevoso y cobarde no debería pasar inadvertido. Debería generar reclamos enérgicos de la ciudadanía, que día a día padece los desmanes de delincuentes. El caso no debería pasar a engrosar los expedientes policiales bajo supuesta investigación, sino originar una fuerza de tarea para desmantelar tal caterva de antisociales. Sin duda será otra de las tareas inconclusas que hereda el gobierno entrante.

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