EDITORIAL

Malos resultados no se pueden esconder

En términos estrictamente periodísticos no existen noticias “buenas” o “malas”. Para los medios informativos serios solo existe el compromiso de servicio con sus audiencias para brindar un panorama equilibrado de las realidades que impactan en la vida nacional, comunitaria y también personal en el plano económico, político, de prestación de servicios públicos, administración del erario, seguridad ciudadana, certeza jurídica y tantos órdenes más.

Las agendas de comunicación de los gobiernos se enfocan en crear argumentos y panoramas propagandísticos proclives a la exaltación de supuestos logros y avances. En efecto, tales documentaciones pueden tener alguna relevancia o quizá ninguna, debido a que en ellas prima el interés publicitario, pesa la presión forzosa de pintar optimismo y hasta impactan los egos de funcionarios, mandatarios y allegados a la rosca de turno que más temprano que tarde buscan pintarse como próceres, héroes o adalides de una continuidad partidista en el poder que nunca ha llegado a causa de la decepción por los resultados.

Es francamente penoso que sucesivos gobernantes insistan en exponer como aparente indicador de eficiencia el porcentaje de ejecución del presupuesto. Decir que se va gastando un 35 o un 60% a mitad del año es tan solo una estimación ambigua, primero porque no todos los ministerios caminan al mismo ritmo; segundo, porque los gastos de funcionamiento rebasan ampliamente a los de inversión; tercero, porque la denominada inversión debe ser auditada en cuanto a la calidad, utilidad y pertinencia del proyecto; y cuarto, porque, en virtud de esa relatividad, el egreso no necesariamente es sinónimo de buenos resultados. Existen en todo el país cuantiosos elefantes blancos, obras inconclusas y proyectos disfuncionales.

Los aparatos de relaciones públicas estatales se esfuerzan por pintar un panorama halagüeño, pero su misma filiación hace cuestionables sus datos. Existe, por ejemplo, una onerosa campaña publicitaria gubernamental licitada como “Las buenas noticias también se cuentan”, con el implícito mensaje de que los medios informativos no plegados al oficialismo del momento solo refieren lo “negativo”. En realidad, todos los organismos de Estado son los que deberían cambiar de óptica y reconocer que los malos resultados son los que hablan y que la ciudadanía se da cuenta de sus efectos, incluso cuando se intenta maquillarlos.

Los mismos políticos tratan de sacar tajada de esta situación cuando están en la llanura: vociferan, cuestionan y auditan a sus rivales en el poder. Si logran llegar al Ejecutivo, Legislativo o a dirigir una corporación municipal, entonces se invierten los papeles y de pronto los otrora fiscalizadores se tornan intolerantes e irascibles: culpan a otros de sus ineficiencias y aducen ataques políticos en lugar de revisar nexos internos y pactos subrepticios que obstaculizan la transparencia y la calidad de gestión.

El éxito de una administración local o central necesita logros concretos y ejecuciones tangibles, desarrollados con visión de mediano y largo plazo. De poco sirve que vaya en 75% la ejecución de un parque recreativo, si en la misma área no hay mejoras en rubros como la prevención del delito, provisión de agua potable, mejora de planteles educativos públicos o centros de salud. El peor efecto del poder es la amnesia de los ofrecimientos y necesidades, sobre todo si para alcanzarlo fueron necesarias dos o tres campañas. En las manos de los aspirantes políticos está trascender como estadistas o quedarse en el limbo de ser un mandatario más.

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