EDITORIAL

Politiquería e ineptitud acrecientan el hambre

La ineptitud en la administración pública tiene tantas y tan desagradables caras que llega a constituir toda una galería de distorsiones, mediocridades e incumplimientos que siempre son pagados con la agonía de los más desfavorecidos. La politiquería es toda esa mescolanza absurda de apariencias vacías, discursos engañosos en campaña y confección de excusas para remendar los lógicos y oprobiosos malos resultados en diversas áreas: probidad, seguridad pública, infraestructura vial o de salud, calidad educativa y, en Guatemala, un flagelo de larga data: el combate a la desnutrición infantil, aguda y crónica.

Cuando arrancan los gobiernos, con alocuciones grandilocuentes e incluso histriónicas, se ofrece esfuerzo denodado, voluntad inclaudicable y otras construcciones cautivadoras que más pronto que tarde dejan al descubierto nuevos rezagos. Pese a ello, las administraciones burocráticas claman por más tiempo para presentar “resultados”. Por eso mismo, en este momento es evidente que la inseguridad alimentaria se ha agravado y no porque ninguna entidad foránea o no gubernamental lo diga: son los propios datos de la Secretaría de Seguridad Alimentaria los que ponen de manifiesto un aumento alarmante de la población en riesgo extremo de hambre.

Los datos son, por infortunio, elocuentes: de marzo a mayo del presente año había 10 departamentos con riesgo de inseguridad alimentaria; de junio a agosto el número se ha elevado a 18. En fase 3, de las cinco —la última, crítica—, había 3 millones 64 mil guatemaltecos en el primer período. En la actualidad suman 3 millones 5 mil, cifra que podría implicar una mejora o un deterioro, porque de 410 mil personas en fase 4 o de emergencia alimentaria, se pasó a 604 mil. La fase 5 es la más severa y equivale a hambruna.

Desde el 2021, y más en el período electoral, el oficialismo privilegió programas como los Comedores Sociales, bastante publicitados y con claro fin clientelar en beneficio de alcaldes y diputados, por lo regular en áreas urbanas y a considerable distancia de las regiones rurales donde el hambre golpea a las familias y en especial a los más pequeños. En el 2022 se ejecutaron Q216 millones, sin que existan monitoreos serios del impacto real en la reducción de la desnutrición poblacional.

Existen programas como Crecer Sano, financiado con un préstamo de US$199 millones del Banco Mundial, cuya ejecución de infraestructura es decepcionante. En cuatro años y medio solo se ha ejecutado el 27%, entre lo cual se incluye una renegociación en el 2020 para usar Q157 millones para gastos relacionados con la pandemia. Menos dinero contra el hambre, a pesar de que existieron otros créditos cuyos remanentes se destinaron a subsidios para combustibles y gas propano, también con visión clientelar, electorera y miope. Crecer Sano tiene fuertes controles de transparencia establecidos desde su origen y por lo tanto no permite quedarse con los vueltos. Ello resta el interés de ciertos funcionarios y legisladores acostumbrados a su propio gana-gana perverso, que en realidad es un pierde-pierde: pierde el país y pierde la gente necesitada.

La población total en riesgo alimentario pasó de 3.46 millones a 4.27 millones de guatemaltecos. Cierto es que influyen el cambio climático y los desastres naturales, pero si existiera una estrategia para el abordaje integral, los números, sin duda, serían otros. Son loables proyectos de la iniciativa privada, de fundaciones, entidades internacionales e iglesias en favor de la nutrición y el monitoreo de salud en comunidades, pero mientras no exista una visión de Estado, el hambre seguirá asolando a Guatemala.

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