EDITORIAL
Repudio al despotismo instalado en Nicaragua
Con un presidente intolerante, mitómano, miedoso y cuyo más cercano consejo viene de su pareja sentimental, con quien somete a su país gracias a la complicidad de fiscales coludidos, jueces compinches, burócratas pusilánimes y el servilismo de quienes alguna vez creyeron en sus discursos de crecimiento económico, Nicaragua se hunde en las más oscuras horas de su historia, con un régimen reelecto de forma fraudulenta, en unos comicios sin contrincantes reales y bajo la vigilancia de las hordas policiales y militares que a la sazón resultan ser la misma fuerza represora.
El descenso en los círculos del infierno sandinista fue paulatino, pero inexorable, porque se alimentó de amiguismos, arbitrariedades solapadas, ambiciones desmedidas, relativismos convenencieros y también silencios, ya sea por temor, ignorancia o indolencia. La corrupción, por supuesto, aportó muchas de las rocas para empedrar el camino a la dictadura, desde los escándalos de saqueo del erario en el desgobierno de Arnoldo Alemán, quien fue señalado de haber lavado hasta US$100 millones entre 1997 y el 2002. Ya en el 2020 Alemán fue incluido en la lista de corruptos de Estados Unidos.
Las deficiencias de desarrollo integral, la crisis socioeconómica y la falta de justicia ejemplar fueron el caldo de cultivo perfecto para el discurso populista de Daniel Ortega, quien en el 2007 logró un segundo mandato, que luego se prolongó con sucesivas y cada vez más amañadas elecciones. No obstante, intereses económicos de varios países crearon la impresión de un llamado milagro económico, con cuantiosas inversiones de todo tipo. Las protestas estudiantiles del 2018 estallaron la burbuja y empezaron a exhibir la tragedia nicaragüense. La respuesta del sátrapa fue violenta y mortífera.
El tirano Ortega se reveló como tal en el 2021, cuando comenzó una campaña de persecución y encarcelamiento de opositores políticos, que incluyó a posibles candidatos presidenciales. En buena lid, cualquiera de ellos que hubiese quedado libre lo habría noqueado en urnas limpias. También apresó a líderes estudiantiles, periodistas, tuiteros y hasta a antiguos correligionarios que le reclamaron sus fracasos, sus mentiras y sus abusos.
Ortega y su pareja vicepresidencial arrancaron el 2022 con una dantesca exhibición de los abusos a los que se llega cuando se rompe la democracia, se anulan las garantías ciudadanas y se imponen los intereses de un pequeño grupo de avorazados. Los críticos capturados han recibido condenas de hasta 18 años de cárcel por delitos espurios fraguados por fiscales y jueces plegados a un poder desbocado, omnímodo y sanguinario. Nicaragua se convierte así en la evidencia de que el abismo tiránico se abre en cuanto la ciudadanía permite pequeños deslices de arbitrariedad bajo la ingenua creencia de que no le afectará.
La libertad de expresión es la piedra fundamental de las demás libertades y de la institucionalidad democrática. Es la primera garantía que los despotismos tratan de restringir con argumentos vacuos. Luego también está el derecho al acceso a la información pública, que se trata de limitar con declaraciones improcedentes de secretismo. Lo ocurrido en Nicaragua no es nuevo, ya ocurrió en toda América Latina a lo largo del siglo XX: costó miles de vidas, décadas de rezago y toneladas de resentimiento. Las tropelías de la dupla Ortega-Murillo merecen condena moral y también legal. Ningún gobierno o institución democrática debe transigir con tal barbarie. Todo silencio ante esta opresión no solo la avala sino connota su aspiración a imitarla.