EDITORIAL

Semilla centenaria

Si hay una obra literaria guatemalteca que debería ser leída y reflexionada, sin excepción, por todo alumno de básicos o bachillerato,  con la debida explicación del contexto histórico y por supuesto con una adecuada  motivación y apoyo docente, esa debería ser El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), basada en vivencias durante el régimen despótico de Manuel Estrada Cabrera, quien prolongó a sangre  fuego su mandato entre 1898 y 1920, con la complicidad de zalameros personajes y una  máscara de  democracia inexistente.

Esta obra, cuyo  título es  emblemático, elocuente y multisémico, se publicó en 1946, fuera de Guatemala, y desde su lanzamiento se convirtió en todo un fenómeno literario. Sin embargo, cabe resaltar que la semilla de esta obra monumental fue un relato breve llamado Los mendigos políticos, publicado en 1923 —hace cien años—.

El señor presidente ha sido traducida a más de 90 lenguas, debido a su magistral uso del idioma, la creación de personajes universales y  la continua confirmación histórica de los nefastos resultados de las fobias gubernamentales a la crítica, las pretensiones absolutistas de oscuras camarillas y los intentos de acaparar potestades para eliminar toda oposición política. Estos cuadros dantescos se han dado en  toda  Iberoamérica,  y en todos los casos se verifica aquella máxima de lord Acton acerca de que  el poder  absoluto corrompe absolutamente.

La novela asturiana no es la única obra que describe ampliamente los excesos de dictadores de los siglos XIX y XX. Existen otras, como Tirano Banderas, de Ramón del Valle Inclán; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; Facundo o Civilización o barbarie en las pampas argentinas, de Domingo Faustino Sarmiento; Ecce Pericles, del guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, u Ombres contra hombres, de Efraín de Los Ríos, sobre la dictadura de Jorge Ubico. Sin embargo, El señor presidente reúne magia creativa, alta difusión y vigente actualidad.

Las complicidades convenientes, los silencios contraproducentes, las víctimas sin nombre, las suspicacias patológicas de todo autócrata y  los altísimos costos para la ciudadanía de sufragar la acumulación de poder en un pequeño grupo constituyen razones por las cuales este libro debería ser conocido por todo guatemalteco y, a la vez, una causal por la cual su lectura analítica es relegada sobre todo en el sistema público.

Lo más importante no es memorizar  fechas biográficas,  sino reconocer  los peligros de toda dictadura, declarada o velada. Y vale decir que la realidad supera la ficción. Se necesita motivar el espíritu crítico natural de los jóvenes, pero para eso también los maestros deben conocerla.

Fue largo el esfuerzo en Guatemala para plasmar garantías ciudadanas democráticas en una Constitución de la República como la actual: derecho a la libertad de emisión del pensamiento, derecho de petición, derecho a tener un proceso judicial público, derecho a la información sobre el manejo del Estado, algo que obviamente no existe en aquel país oscuro, temeroso y plagado de delatores que comienza con aquella mítica y enigmática jitanjáfora “¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre!…”.

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