EDITORIAL

Sintomático mutismo de oficina antitortura

Rendición de cuentas sobre uso de recursos públicos y transparencia total acerca de los actos u omisiones de gestión son ofrecimientos recurrentes durante protocolarias tomas de posesión de todo tipo de cargos, desde aquellos definidos por voto popular hasta aquellos creados y designados por organismos del Estado. En estos últimos es especialmente alto el riesgo de ser convertidos, bajo pretextos legalistas, en simples botines de plazas, monedas de cambio y cuotas de potestad política, sin cuidado por la eficiencia económica, proclives al crecimiento vegetativo sin mayor explicación estratégica.

Esta expansión burocrática es criticada en campaña por candidatos presidenciales y diputados, con el ofrecimiento de frenar e incluso reducir nóminas. Sin embargo, en cada siguiente período gubernamental y legislativo se relega tal cometido a costa de los recursos de los contribuyentes. Nadie está en contra de la creación de entes estatales al servicio de la protección de legítimas garantías, siempre y cuando no se utilicen solo como pretexto, sin dar cuenta clara de rendimientos.

Esto es lo que parece ocurrir en la Oficina contra la Tortura, creada en el 2010 por el Congreso de la República como parte del cumplimiento de compromisos internacionales en materia de derechos humanos. La función de este ente es evitar que se cometan abusos y tratos degradantes en contra de privados de libertad en centros carcelarios de todo el país. Para ello existen cinco relatores, de onerosos salarios, que se encargan de efectuar visitas periódicas y formular recomendaciones. A ello se suma el gasto en plazas y alquileres, que de Q17 millones asignados en el 2022 pasó a Q33 millones este año, sin mayor justificación.

Solo en los sueldos de los cinco relatores el pueblo de Guatemala gasta más de Q250 mil mensuales, sin que haya resultados tangibles. De hecho, para la nota que se publica hoy sobre sus magros resultados de gestión, se pidió y esperó en vano la respuesta del actual relator presidente, Carlos Solórzano. Y no existe mucha esperanza de que  se ejerza una fiscalización firme desde el Congreso, a cargo de las designaciones de titulares, porque al ser consultado el presidente de la Comisión de Derechos Humanos, el diputado Salvador Figueroa, del partido Viva, no tenía ningún informe de rendición de cuentas de dicha oficina y desconocía la razón del voluminoso incremento de fondos, cuya desproporción apunta más a favores políticos pagados con plazas anodinas.

En efecto, según expertos que diseñaron el concepto, el pecado original de dicha oficina es el clientelismo que se genera a partir del mecanismo de designación, sujeto a pactos de conveniencia y no a competencias profesionales que deberían considerar a profesionales multidisciplinarios y no solo abogados. Intentan suplir esta carencia mediante la contratación de asesores, pero esto solo engruesa el dispendio burocrático. Mientras tanto, graves abusos se denuncian contra privados de libertad, sin que la oficina mueva un dedo, debido a que existen incluso flagrantes conflictos de interés.

La más reciente evidencia de la disfuncionalidad de las relatorías —y que debería llevar a la evaluación total de la entidad para dejar a cargo a un solo relator— es el destape de una red de trata sexual en la cárcel de Suchitepéquez, en la cual había autoridades involucradas. Una oficina con tantas cabezas, tantos asesores, tanto apoyo político y tanto presupuesto debió haber detectado tan escandaloso y continuado abuso hace mucho.

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